nº62 | mi cuerpo es mío

Nosotrans

Desde que vi a Cristina la Veneno en la televisión mi vida cambió para siempre, como la del 90% de las chicas trans de mi generación y generaciones posteriores. Descubrí lo que significaba la palabra trans con 8 años gracias a ella.

Cuando hice la transición con 16 años, nunca pensé que algo que siempre había estado oculto durante mi infancia, preadolescencia y adolescencia, se convertiría de forma tan violenta en el centro de interés de tanta gente que nunca había venido a comer a mi casa. Nunca pensé que de repente mi intimidad fuese a dejar de ser algo mío, algo invisible a ojos del resto y solo visible para mí, y a colocarse debajo de un foco. Nunca pensé que fuese a dejar de ser eso: íntimo.

Soy Andra. Una chica trans natural de la Cuenca Minera. Artista multidisciplinar de 25 años, aunque ahora mismo me encuentro centrada en mi trabajo como productora y cantante de mi proyecto Andra Venus. Actualmente llevo ocho años residiendo en Sevilla, donde pensaba que lo que pasa no pasaba.

Desde niña tuve que aprender a leer la habitación. Véase leer la habitación como la capacidad de analizar diferentes interacciones sociales, ambientes y contextos anteponiéndote a los diferentes escenarios que pueden darse en relación con nuestra identidad. Verlas venir y adaptarnos de forma camaleónica a cada situación y desarrollar una intuición que poca gente alcanza. No es un don, es supervivencia.

Como un diamante se ve expuesto a una gran presión para llegar a ser, nosotras debemos aguantar una gran presión social para llegar a ser completamente. Muchas incluso tenemos que lidiar con el hecho de que nos dejen ser. Del acto pasivo que es que una sociedad decida permitirte la existencia y ocupar un espacio público depende de la aceptación. Pero como hemos dicho, esta no nos viene dada a las personas que habitamos los márgenes, si no que debemos acumular cualidades —o capital— que luego intercambiaremos por aceptación o validación. Porque si miramos atrás, entonces el ahora tiene más sentido.

Cristina la Veneno apareció en los noventa como un objeto consumible —y fue eso mismo lo que la hizo prosperar— para un público con una especie de ceguera selectiva ante una realidad que siempre había existido y que estaba en la calle a vista de todos. Su cispassing [cuando una persona trans parece, de forma indirecta o a propósito, que no lo es] era tremendo, su cuerpo no solo entraba en el canon, sino que, además ejercía la prostitución, por lo que este estaba al servicio de las fantasías de cualquier hombre a cambio de dinero. Cumplía también el estereotipo de andaluza graciosa, malhablada, sin estudios y espontánea. Todo este cóctel hizo posible que Cristina pusiera encima de la mesa temas de conversación que no se tenían en ese momento como un caballo de Troya. Pero cuando ella contaba que la querían matar, la gente se reía. Algo se rompe ahí.

Lo que se espera de ella es algo agradable. Una complacencia. No un retrato brutalista de la sociedad del momento donde quedan sus vergüenzas al descubierto. Ella no estaba ahí para elaborar críticas, ella era el desahogo cómico. Como decía Manuela Trasobares instantes antes de tirar la copa: «Durante tantos años la represión y la máscara. ¿De qué me tengo que disfrazar ahora?». El capital erótico es el arma que tenía Cristina, y lo usaba como moneda de cambio para una aceptación superficial y con posibilidad de retorno. Y, como ella, una fila de tranas —nosotras podemos usar esta palabra, tú no— hasta donde la vista alcanza a ver y que se juegan la vida en cada encuentro sexual clandestino en 2024 año de nuestro señor Jesucristo. Porque es en esos encuentros sexuales (donde se produce el trueque capital erótico-capital social o aceptación) donde más violencia sufrimos. La necesidad de validación nos ata a este evento. Y es que, claro, si cuando estás creciendo te hacen ver que tu identidad es algo ridículo y que tu deseo se puede caricaturizar, tú dejas de ser sujeto de tu propio deseo y pasas a ser objeto.

Entre nosotras la carnicería no es menor. Porque ese anhelo de ser, existir, habitar y ser legítima lo tenemos todas, y en todas ha permeado la idea de que ninguna podemos adjudicárnoslo.

Donde yo crecí siempre fui la trana buena: aguanté estoicamente preguntas y comentarios sobre mi físico, mis genitales, mi sexualidad y la de mis parejas sin dar una mala contestación, sin dejar de sonreír, y sin dejar de empatizar con la persona que tenía delante. Dejaba que me piropearan violentamente (valga la redundancia) y me dejaba sexualizar. Era graciosa e intentaba inundar de carisma cada interacción. Estaba haciendo un trabajo cara al público porque me estaba trabajando mi propia validación. Pero tracé la línea en la comparación incansable con el resto de mis hermanas que, según ellos, eran las tranas malas: chicas que respetaban sus límites y su intimidad. Relegadas a los márgenes aun más que yo por no tener un cuerpo normativo, o por no ser leídas como mujeres dentro de cánones impuestos desde fuera. Personas que vivían su identidad como cualquier otra y por esto eran menos dignas que yo. Menos mal que vamos despertando.

Menos mal que estamos fuera de la burbuja de ilusión en la que vive la gente cis y vivimos a ras de la cruda realidad más que nadie, y que esto nos da una visión más clara de la problemática y nos permite estar más alerta. Menos mal que poco a poco tejemos los lazos entre nosotras en vez de contra nosotras, porque nos necesitamos para sobrevivir. Porque las luchas entre nosotras que veíais en la televisión son historia, y hemos aprendido de la nuestra. Ahora estamos escribiendo nuestra historia en primera persona, una historia que, aunque sea personal de cada una de nosotrans, la historia de una es la historia de todas y se escribe entre todas. Como este artículo es mío, pero es de todas y todes.

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