El discurso hegemónico nos repite una y otra vez que el acceso a las riquezas depende del esfuerzo individual de cada persona. Así, quien disfruta de mayor acceso a los bienes, los servicios y los derechos es porque ha tomado las decisiones adecuadas y ha sabido aprovechar las oportunidades. Por el contrario, quienes no disfrutan de bienes suficientes para el sostenimiento de una vida digna es porque no se ha esforzado lo conveniente o no ha tomado las decisiones adecuadas. Según este discurso imperante, el hecho de que la pobreza en el mundo esté feminizada y racializada es pura casualidad. Y la causa de que millones de mujeres sobrevivan con menos de un dólar al día en el Sur Global está en ellas mismas, por no haber querido formarse ni emprender. Nosotras, quienes mantenemos una posición crítica frente a la ordenación económica y social del mundo, sabemos que existen unos criterios de género, raza y colonialidad que jerarquiza las humanidades colocando en lugar de mayor dificultad para el acceso a la riqueza a quien más se aleja del ideal de la masculinidad blanca y occidental. Esto no quiere decir que la gente pobre solo sea mujer, sino que la mayoría de pobres son mujeres. Según Naciones Unidas, el 70% de las personas pobres en el mundo son mujeres y no existe ningún país del mundo en el que se dé la igualdad económica entre hombres y mujeres. Si aplicamos una mirada interseccional a este dato comprobaremos que la mayoría de estas mujeres no son blancas ni han nacido en el Norte Global.
A este dispositivo del reparto de la riqueza en el mundo en función del género es a lo que llamamos patriarcado y es inherente al modelo de producción capitalista. Ha sido necesario abaratar la vida y el trabajo de las mujeres en el mundo colocándolas en un lugar de subhumanidad para cargar sobre ellas el trabajo reproductivo, muy barato o gratis, que posibilita hoy la acumulación de los grandes capitales.
Abaratar la vida y el trabajo de las mujeres significa que se las ha colocado en un lugar de mayor vulnerabilidad social obligándolas a realizar los trabajos peor pagados y reconocidos sin posibilidad de quejarse. Esta perversidad se realiza a través de mecanismos políticos, económicos y culturales que benefician a las personas que más capacidad tiene de acumular riqueza. Veamos algunos de estos mecanismos que abaratan la vida y el trabajo.
La política de extranjería en los países occidentales es uno de estos mecanismos. En el Estado español las personas migrantes deben estar tres años residiendo en el territorio para poder obtener los permisos de residencia y trabajo. Esta es la vía general para obtener «los papeles» y obliga a trabajar de manera clandestina a miles de personas migrantes cada día. Las mujeres migrantes, chantajeadas por la normativa de extranjería, tienen que optar a los trabajos más duros como el trabajo del servicio doméstico en su modalidad de interna, el trabajo como jornaleras en el campo en las condiciones más duras o verse abocadas directamente a la prostitución. El resultado es la obtención de un trabajo muy barato y servicial que posibilita que otros sectores de la economía puedan desarrollarse.
El endeudamiento es otro de estos mecanismos perversos. Endeudarse abarata la fuerza de trabajo de todas las personas trabajadoras, sean migrantes, autóctonas, mujeres u hombres. El hecho de tener que hacer frente a una hipoteca es un gran mecanismo para frenar la conflictividad sindical. Es difícil negarse a echar horas extras no remuneradas cuando el salario es imprescindible para mantener la vivienda. En el caso de las mujeres,
la deuda juega una función de disciplinamiento, vinculando el endeudamiento a las economías domésticas sostenidas en su mayoría por mujeres tal como narran las feministas argentinas Verónica Gago y Luci Caballero en el libro Una mirada feminista de la deuda. Vivas, libres y desendeudadas nos queremos. Además, el endeudamiento en las economías domésticas resta autonomía a las mujeres y las expone aún más a la violencia de género. Si aplicamos la mirada interseccional a esta situación veremos cómo este dispositivo de la deuda golpea más fuerte a las mujeres migrantes que suman, además, las deudas adquiridas para poder migrar y las deudas para obtener los «papeles». Una situación que aboca a trabajar mucho por muy poco con una posibilidad muy pequeña de negociación.
Otro de estos mecanismos de abaratamiento es el propio hecho de las maternidades y la ausencia de sostenimiento público de los cuidados. Las mujeres trabajadoras que son madres ven abaratada su fuerza de trabajo, sobre todo en los sectores más precarios. Ante la falta de recursos públicos que posibiliten otro modelo de cuidados como guarderías públicas o comedores escolares, las oportunidades laborales de las mujeres se estrechan. No es casual que en la actualidad el 75% de los contratos parciales en el Estado español sean de mujeres. La maternidad presupone una mayor docilidad laboral a las mujeres, sobre todo en los sectores más precarios, y prueba de ello es que a las mujeres marroquíes de la fresa de Huelva se les exija ser madre de una persona menor de edad para poder ser contratadas.
El resultado de todos estos mecanismos es que los sectores más precarizados están altamente feminizados como el sector de los cuidados. La feminización de la pobreza se manifiesta por ejemplo en que los hogares en mayor riesgo de exclusión sean los de familias monoparentales encabezados por mujeres o que en el Estado español el índice de mujeres presas sea mayor que la media europea, en su inmensa mayoría por delitos de pobres como el menudeo de drogas o los robos a menor escala.
En este marco, las luchas de las mujeres más precarias —como las trabajadoras del hogar, las cuidadoras o las jornaleras— están cargadas de potencia política porque transcienden la reivindicación de sus derechos y están siendo capaces de impugnar un modelo de orden económico y social a escala mundo racista y patriarcal.