El genocidio es uno de los crímenes de mayor gravedad desde un punto de vista jurídico y humano. Además, el genocidio es un crimen especialmente relevante en tanto suele estar perpetrado por los Estados o las figuras de autoridad política y militar, es decir: aquellxs que, precisamente, tienen la función de proteger a la población civil. Debido a que la autoría de los genocidios suele corresponder a figuras de autoridad, su sanción e incluso su reconocimiento público puede resultar difícil. La posibilidad de ofrecer reparación a las víctimas, por otro lado, es casi utópica en estos casos.
¿Para qué nos sirve, entonces, hablar de genocidio? En primer lugar, porque son acontecimientos que han ocurrido y dejado una marca profunda, probablemente indeleble, en un colectivo determinado; marca que condicionará la identidad social futura de dicho colectivo y su relación con el resto de poblaciones del mundo. Todxs somos afectadxs, directa o indirectamente, cuando se comete un genocidio, en tanto se trata de un crimen contra la humanidad. Así, cualquier genocidio —no importa dónde ni cuándo haya sido cometido— forma parte de la historia universal.
En segundo lugar, debemos hablar de los genocidios pasados y presentes por justicia hacia sus víctimas. Recuperar, cuando sea posible, sus testimonios mediante la memoria colectiva y registrarlos, con la intención de incorporarlos a la historia, es un proceso fundamental para la reparación social después de un conflicto de tal magnitud, así como un ejercicio terapéutico para las personas testimoniantes. A través del testimonio, las víctimas pueden neutralizar y, quizás, adquirir control sobre su sufrimiento, además de generar empatía y comprensión (idealmente, también solidaridad) en su audiencia.
El concepto de genocidio es relativamente reciente. Fue acuñado en 1944 por Raphael Lemkin, un polaco judío exiliado en Estados Unidos que escapó de la persecución nazi. Según Lemkin, el genocidio implica la destrucción parcial o total de un colectivo determinado y puede justificarse por el grupo perpetrador de acuerdo a diversas razones (religión o ideología, etnia, condición sexual, situación económica, etc.). Lemkin entendía la destrucción de un colectivo en su dimensión física, pero también biológica (impidiendo la reproducción de sus miembros), cultural (prohibiendo la lengua, eliminando las expresiones artísticas) e incluso económica (expropiando bienes, limitando el acceso al empleo). El objetivo último del genocidio, tanto si es explícito como si no, es que el colectivo víctima deje de existir como tal: que ese grupo social desaparezca.
La recién establecida Organización de las Naciones Unidas adoptó la definición de Lemkin y la usó para elaborar su Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en 1948. Esta convención «obliga» a los países a establecer medidas de prevención y castigo en caso de genocidio. Sin embargo, y al margen de que hay un alto número de países (especialmente en África y Asia) que no han ratificado la convención, de poco sirve que existan leyes nacionales e internacionales condenando el genocidio mientras se permite (incluso promueve) la opresión de colectivos determinados bajo razones pretendidamente humanitarias o, simplemente, ante la pasividad institucional.
Tanto el concepto de genocidio como la Declaración Universal de los Derechos Humanos surgen motivados por el deseo de que hechos como los acaecidos durante la Segunda Guerra Mundial (particularmente el holocausto nazi) nunca volvieran a repetirse. El holocausto fue un genocidio que afectó principalmente a personas judías, pero también gitanas, homosexuales, intelectuales o, en general, contrarias al nazismo. Sin embargo, para que la figura jurídica de genocidio tenga validez, aparte de la conmemoración de un acontecimiento concreto, es necesario reconocer que el holocausto nazi no fue el primer ni el único genocidio de la historia.
Por ejemplo, gran parte de los casos de colonialismo se condujeron a través de estrategias características del genocidio, como la deshumanización de las víctimas, la imposición de condiciones de vida destructivas o la negación de sus derechos fundamentales. Es difícil calcular el número de muertes que el colonialismo provocó en América, pero la destrucción de buena parte de sus culturas originarias, la explotación de sus recursos naturales y la esclavitud de sus habitantes se han mantenido activas, al menos, hasta las independencias nacionales y siguen determinando la situación actual de América Latina. Por otra parte, el colonialismo británico en la India, mediante la exportación de arroz y obviando las necesidades de las personas productoras, provocó hambrunas tales que las víctimas mortales podrían alcanzar los treinta millones de personas entre 1876 y 1902. ¿Por qué seguimos estudiando los colonialismos como «descubrimientos» de grandes potencias, que expanden su civilización y religión para contribuir al «desarrollo» de los pueblos colonizados?
Ruanda, Irak, Palestina, Chechenia… ¿Quiénes son los colectivos tradicionalmente perseguidos y quiénes los agentes perpetradores? Estudiar los genocidios de la historia con mirada crítica y perspectiva de derechos humanos puede darnos claves para entender qué necesita cambiar para que la prevención internacional de los genocidios sea efectiva. Como individuos y, especialmente, como colectivos, es nuestra responsabilidad conocer los derechos conquistados y los vínculos que nos unen a otras comunidades del mundo. Y si la autoridad, como tradicionalmente la entendemos, es inherentemente opresora, quizás sea eso lo que necesita cambiar.
Es crucial que los genocidios sean expuestos como tal, especialmente cuando las autoridades oficiales callan al respecto, porque es la única vía que posibilita su interrupción y prevención. Quizás ni siquiera así sea posible impedir un genocidio; quizás recordar los errores del pasado no evite que volvamos a cometerlos. Pero lo que está garantizado es que, si no identificamos y denunciamos los crímenes cuando los tenemos ante nuestros ojos, seguirán sucediendo. Contra otrxs, primero. Contra nuestrxs vecinxs, después. Contra nosotrxs mismxs, finalmente.