Cuando pensamos en bibliotecas hay muchos imaginarios posibles. Por un lado, desde su fundación, han estado ligadas al saber, siendo un lugar en el que descubrir, aprender y desarrollar el conocimiento, desde su forma más básica a la más compleja. Por otro lado, en la consciencia de la mayoría, las bibliotecas están vinculadas a los libros, a la experiencia que supone leer y explorar nuevos mundos llenos de historias, personas, culturas, lugares que desconocemos y que nos son revelados a base de papel, tinta y ese olor tan especial, y casi emocionante, que desprenden los libros. Pero también son las grandes olvidadas una vez dejamos de estudiar en sus salas porque nuestra época de exámenes ya ha quedado atrás.
Sea cual sea nuestra visión y la experiencia que nos evoca la palabra biblioteca, estos espacios son parte de la cultura y tienen un papel crucial dentro del desarrollo de toda sociedad. Aparte de su función contenedora, son un recurso público que proporciona una ventana al conocimiento a aquellas que no tienen la posibilidad (ya sea por una condición meramente monetaria como por el devenir educativo) de dejarse los cuartos en la lectura.
Es por eso que nosotras, intelectuales de pie y concienciadas de lo social (que sí nos dejamos los ahorros), somos quienes deberíamos recuperar nuestros viejos y empolvados carnets y hacer un uso responsable, concienciado e incluso político del mismo.
Llenar las bibliotecas públicas de nuestro barrio de libros que levanten conciencias a través de las desideratas (servicio que tienen todas las bibliotecas por el cual pueden solicitarse títulos que no posee para su compra) es una acción directa sobre el saber que demasiadas veces no es tenida en cuenta. Un acto tan fácil como pedir los libros que nos regalamos entre nosotras continuamente por considerarlos imprescindibles, puede hacer que esa población ajena a nuestras intelectualidades tenga otros referentes al margen del best seller del momento, los maníos de siempre, o los libros de autoayuda que nunca van a señalar al sistema capitalista como culpable de nada.
No se trata de dejar de regalarnos libros, ni pecar de inocentes al pensar que la gente va a concienciarse solo porque exista un libro que muestre otras visiones en las bibliotecas; es más bien un acto de fe para abrir grietas culturales dentro de un recurso público. Hacer uso del derecho de información al que responden las bibliotecas mostrando que existen otros conocimientos fuera de lo hegemónicamente establecido, y eso, queridas lectoras, también es apoyo mutuo de lo cotidiano, de ese que no levanta revoluciones de forma inmediata, pero atiende a los cuidados (de a poquito) de la sociedad en su conjunto.