nº38 | desmontando mitos

Uso y abuso del derecho a la ciudad

El derecho a la ciudad se ha transformado en una expresión sobreutilizada y vaciada de contenido, a menudo con una función retórica y publicitaria. No obstante, este texto defiende un uso crítico de la misma recuperando algunos de los contenidos que originalmente le dio el filósofo Henri Lefebvre.

En 1968 salía a la luz El derecho a la ciudad, cien años después de la publicación del primer volumen de El Capital de Marx, del cual es tributario. Desde entonces, si bien el propio Lefebvre lo usó poco en su obra posterior, este lema ha conocido una gran popularidad que se ha ido incrementando con el tiempo hasta convertirse en moda académica y política. Militantes y personal técnico lo han usado en relación al problema urbano; se ha paseado por innumerables congresos y conferencias oficiales; ha sido manoseado por ONGs e instituciones supranacionales y, en algún momento, se volvió ubicuo, siendo imposible encontrar algún foro dedicado a la ciudad en el que no se mencione.

La cuestión es que el derecho a la ciudad se ha convertido en moneda de cambio frecuente dentro de discursos e instituciones muy alejadas o incluso enemigas de la filosofía y el espíritu revolucionario de la obra original. Esto no deja de tener sus razones. Por su propia vaguedad, tan frecuente en Lefebvre, es una expresión que puede utilizarse en sentidos muy diversos. Todo lo que tiene que ver con derechos encaja bastante bien en el marco de las Naciones Unidas, donde puede tender a convertirse en otro discurso ideológico de tipo jurídico sin ninguna aplicación real. Como coletilla queda bien en títulos de informes, conferencias y redes. Cuando de manera cíclica el problema urbano gana visibilidad y atención entre las instituciones, resulta incluso más cómodo y aseado que hablar de miseria, desigualdad o conflictividad social. El abuso de la expresión ha tendido a vaciarla de contenido y a darle una función predominantemente decorativa y publicitaria. No es extraño que seguidores serios de la obra de Lefebvre, como Andy Merrifield, hayan dado la expresión por irrecuperable y propuesto abandonarla por completo dentro de cualquier perspectiva crítica del conocimiento y la acción política.

Sin embargo, el derecho a la ciudad en su formulación original es parte de un marco analítico profundamente crítico y radical, que merece la pena recordar.

El derecho a la ciudad refiere una apropiación no alienada de la ciudad. Enlaza de esta forma con la teoría marxista de la alienación en el capitalismo. En este modo de producción el asalariado acaba por desconocer los productos de su trabajo. Este es un proceso objetivo y subjetivo al mismo tiempo. Por un lado, supone la enajenación por el capital de una parte del trabajo que no es pagado y es base de la plusvalía que permite la acumulación ampliada en la que se basa todo el sistema. Por otro lado, tiene una dimensión psicológica que implica un desconocimiento con respecto al propio proceso de creación de objetos materiales, sus resultados y la necesaria cooperación entre trabajadorxs. El paso del artesanado al trabajador asalariado implicaría el paso de la obra al producto. Estos mismos términos los utiliza Lefebvre para describir la evolución de la ciudad en el capitalismo. El urbanismo moderno, cuyo nacimiento Lefebvre parece situar en la reforma de París por Haussmann, implica la ordenación de la ciudad en función de los intereses de la acumulación capitalista. Ahí se pasa de la ciudad no alienada, obra de sus habitantes, a la ciudad mercantilizada, producto del capitalismo industrial y el urbanismo moderno. Este sería un proceso histórico concreto de enajenación de la ciudad original por medio del urbanismo. Implica un proceso objetivo de desposesión de las clases trabajadoras del viejo centro urbano —de la ciudad-obra premoderna—, expulsadas por los derribos para abrir nuevas avenidas comerciales. También implica un proceso psicológico como consecuencia del traslado a los nuevos barrios planificados, donde la relación entre el habitante y el espacio construido por el ser humano se enrarece. El habitante deja de reconocerse como artífice del entorno que lo rodea, dando lugar a una vida alienada. De ahí la reivindicación del derecho a la ciudad como un derecho con especial significado para la clase trabajadora.

Creo que esta idea sigue teniendo una gran potencia y actualidad y puede utilizarse con sentido, pero entendiendo la complejidad de la propuesta y no utilizándola simplemente como un lema que funciona bien. Haciendo énfasis en el lado subjetivo, el derecho a la ciudad es el derecho a la apropiación de un espacio urbano con sentido para sus habitantes, que permita una experiencia de vida auténtica. Donde puedan existir comunidades con arraigo, identificadas con el lugar, permitiendo a su vez el desarrollo de nuevas comunidades. El proceso de mercantilización del espacio, especialmente la transformación de los centros urbanos en escaparate para el consumo y la visita turística, serían el principal antagonista de este derecho en la actualidad, no solo por sus resultados en términos de desplazamiento y desarraigo de la población preexistente, sino también por la capacidad de hacer el espacio inapropiable, incapaz de vincularse a comunidades humanas que lo doten de sentido.

También podríamos incidir en su parte más material, incluso infraestructural, en el sentido de producción física del espacio de manera no alienada. El espacio producido mediante la industria capitalista es un espacio en el que, como en el consumo de cualquier mercancía, el ser humano está alienado con respecto a su producción o a su capacidad de producir el entorno que le rodea. En estos términos, una producción no alienada del espacio sería aquella protagonizada en sus diferentes fases por los propios habitantes. Esta idea sirve de referente a experiencias como las de las cooperativas de vivienda por autoconstrucción y propiedad colectiva en América Latina, que son las que a mi juicio ejemplifican mejor la praxis que proponía Lefebvre.

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