nº15 | farándulas

Kafranbel imaginada

Llega un momento en la vida de todo pequeño emperador de poniente en que la fe ciega en la razón y el progreso —ante cuyos designios se someten inexorablemente sus vastos dominios— dan paso a un inesperado anhelo por abrir los ojos a la violencia del mundo que, de repente, se le desvela inscrita en las imágenes. Es difícil identificar el instante preciso en que el pequeño khan se percató de que el espectáculo al que le tenían acostumbrado los informes de sus embajadores no era más que un monólogo de lugares comunes y recurrentes que recibía envueltos en un tipo de papel no del todo opaco. Pero sabemos que fue el relato de Marcela sobre la ciudad de Kafranbel (o Kafr Nabl, o Kafr Nubl), lo que provocó en el pequeño emperador una sensación de vértigo —o, quizá, desnudez— ante la impresión del que ve la luz por primera vez.

—Como ocurre con los demás lugares que he visitado, es la suma de las miradas de cada viajero lo que da forma a la ciudad de Kafranbel— comenzó a decir Marcela.

Y casi todo el mundo que ha tenido un cierto interés en conocerla coincide en haberlo hecho a través de un pequeño orificio que atraviesa uno de los muros, que en estos tiempos de guerra desconecta Kafranbel del resto del mundo. Este agujero funciona como una lente mágica que proyecta al otro lado de la muralla, una imagen algo distorsionada de la ciudad y de sus habitantes. Custodiado por la guardia kafranbelina, este pequeño agujero ha sido el único modo de saber de Kafranbel —desde el inicio de una guerra cuyas claves parece que queremos desconocer en poniente—. Y así, inevitablemente distorsionada, hemos tenido noticia de Kafranbel a través de los fastos y crónicas de quienes la han mirado de este modo: un escenario rotundamente bélico, de dátiles y olivos quemados por las bombas, de negros extremismos, censura y ocupaciones ilegales, de vestigios y ruinas contemporáneas; de víctimas sin aspiraciones y violaciones a mujeres y treguas; de impotencia y de pobreza; de lengua bárbara y caligrafía incomprensible. Los extranjeros que a ella se han asomado la han comparado con la ciudad de Argia. También parece tener solo tierra en vez de aire, y si pudiera mirársela como la ven los pájaros, no veríamos nada, porque los escombros se elevan desde ella hasta el cielo. Solo a veces, al caer la noche y pegando el oído al suelo —dicen, quienes así la han mirado—, que se puede oír un alarido.

Cuando mediante algún subterfugio los habitantes de Kafranbel consiguen leer los anales que los extranjeros escriben sobre su propia ciudad, comprueban que nada se dice sobre las virtudes y esperanzas de sus gentes y sienten un desgarro como el que siente alguien a quien arrancan un pedazo. Ninguna anotación parece merecer las risas y los sueños de sus iguales, la memoria de sus sabios o el arrojo de sus jóvenes, la valentía con que se agarran a la libertad, la sutileza y la dignidad de sus luchas… para que el aire gane espacio a la tierra cuanto antes. Entre la indignación y la burla, para compensar esta mirada incompleta, un grupo de kafranbelinos aprovecha la duermevela de los custodios en las luces crepusculares, para colocar una serie de espejos frente al orificio, transformando el reflejo en un caleidoscopio, y multiplicando la mirada del observador que, sorprendido, no halla ya una sola Kafranbel, sino un mosaico compuesto de muchas. Su artificio es una gran sátira que me ayudó a comprender que todo lo que vemos cobra sentido solamente cuando las imágenes toman posición, como minúsculas teselas, unas junto a otras, aquí y ahora. Cada imagen de Kafranbel representa al menos dos verdades, la primera de las cuales es siempre insuficiente, y cuya representación solo existe, por unos segundos, en nuestra retina.

—¿Estás diciendo que Kafranbel solo existe en imágenes que se forman en nuestra mente?, ¿que solo existe, de una o de muchas maneras, si la pensamos o imaginamos?— preguntó escéptico el pequeño khan mientras hacía el amago de levantarse de su mecedora.

—Eso digo, sire.

—Si yo nunca he visto Kafranbel, y si hasta tu relato jamás la había pensado o imaginado, ¿acaso no ha existido hasta este momento?— dijo el emperador, algo incómodo.

—Puede ser— respondió Marcela con calma.

—Pero no nos conviene que no exista: sin ellos, nunca podríamos estar en este jardín de poniente, meciéndonos a la luz de la luna, y dándonos qué pensar— resolvió el pequeño khan, al tiempo que volvía a reclinarse y balancearse con el mismo tiempo pausado, y el corazón helado, quién sabe si por primera vez.

Kafranbel es una ciudad real, situada al noroeste de Siria y sin cuya experiencia es imposible comprender un levantamiento popular sirio, que pervive eclipsado por aspectos militares y geopolíticos con los que fascinan las agendas mediáticas occidentales. Desde la primavera de 2011, esta población de treinta mil habitantes se ha convertido en símbolo de la desobediencia civil siria y en vanguardia creativa de las protestas contra el antiguo régimen: el brutal gobierno de Bashar al-Assad, o el de ISIS —dos caras de la misma moneda para muchos kafranbelinos—. En Kafranbel han pasado por varias fases desde aquella primavera: la rebelión (antes de la ocupación del ejército de al-Assad), la ocupación y, finalmente, la liberación. Un grupo de activistas transformó entonces un edificio del gobierno en un centro de medios. Desde allí pusieron en marcha la «conciencia de la revolución». Internet y las redes sociales, la ayuda de periodistas extranjeros independientes, y la colaboración con los vecinos para organizar manifestaciones y producir pancartas y cómics llenos de humor mordaz y mensajes satíricos (en árabe y en inglés): estas fueron algunas claves para conseguir una repercusión internacional que iba dirigida como un proyectil a la hipocresía, e inacción de los gobiernos occidentales y árabes con respecto a la guerra de Siria. En su sitio web (www.occupiedkafranbel.com) han recopilado el material que produjeron durante meses. Allí no solo se pueden leer mensajes irónicos sobre líderes como Obama, Cameron o Putin, sino también incisivos carteles en donde mezclan su contexto local con el imaginario de Hollywood o cualquier otro icono occidental: Superman, Rambo, la Estatua de la Libertad, los OVNI, Halloween o Jesucristo. La criatura de Alien (Ridley Scott, 1979) puede representar al régimen sirio, de cuyas tripas surge ISIS. El padre de Bashar al-Ásad, Háfez el-Ásad, puede interpretar el papel de Marlon Brando en El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972). Y así, ocupando y reutilizando las imágenes del Imperio, los kafranbelinos han logrado desvelar los argumentos y las esperanzas de la sociedad siria a un mundo demasiado acostumbrado a mirar las cosas por un solo agujerito.

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