nº69 | desmontando mitos

Vermisensualidades

Abro los ojos y me encuentro enterrado rodeado de lombrices. No tengo muy claro por qué hay luz, pero la hay y las veo claramente. Intento gritar, pero no consigo que la voz salga de mis cuerdas vocales. En ese momento, suena el despertador y me despierto lleno de sudor. No debí haber cenado tanto la noche anterior. Y me pregunto qué nos han hecho esas lombrices para haberlas convertido en un símbolo recurrente del terror.

Las lombrices siempre estuvieron estigmatizadas. Durante muchos años fueron consideradas como una plaga con las que los agricultores tenían que acabar. Los científicos del momento les daban la razón hasta que las investigaciones de Gilbert White trataron de cambiar esa percepción a finales del siglo XVIII, señalándolas como las grandes promotoras de la vegetación al hacer permeables los suelos a las raíces y al agua de la lluvia. Luego, la difusión y expansión de esas ideas que hizo Charles Darwin pusieron en valor su papel en la producción de suelo fértil y entendieron la inteligencia de sus procesos. Darwin estuvo más de cuarenta años estudiando cómo actuaban las lombrices en varios de sus entornos familiares y, tras hacerse un referente con El origen de las especies, publicó en sus últimos años de vida un libro dedicado a ellas que es considerado el fundador del campo de la biología del suelo. Pero aunque sabemos todo eso desde hace siglos, son teorías que se han quedado en las esferas agroecológicas. Fuera de ellas siguen pareciendo un problema o, al menos, un elemento desagradable con el que tratar. En la ciudad están proscritas pese a su reconocida colaboración en materias tan humanas como la agricultura. La crisis de la fertilización con sintéticos nos está pidiendo elegir caminos y las lombrices deberían estar presentes como una de las vías a retomar.

Las lombrices, por su fisiología, son invisibles habitualmente para nosotros. Rechazan la luz y viven en el umbral del suelo, normalmente en zonas umbrías. Darwin ponía el grito en el cielo, pero lo cierto es que muchos de sus colegas eran incapaces de percibir su existencia. Donna Haraway reclamaba en Seguir con el problema que desviáramos nuestra mirada hacia abajo, hacia las especies compañeras, ser humus, compostarnos con ellas. En lugar de pensar desde humanidades que miran al cielo, convertirnos en humusidades que miran al lodo. ¿Qué descubriríamos si trasladáramos nuestra mirada hacia esa capa limítrofe del suelo? Que hay especies de lombrices de diferente tipo y con funciones que no podemos homogeneizar. Las hay que trabajan muy bien con los residuos orgánicos humanos, como la Eisenia Foetida o lombriz californiana, y otras que son especialistas en generar túneles u horadaciones en la tierra, como la Lumbricus Terrestris o lombriz de tierra, permitiendo que las raíces de las plantas penetren con mayor facilidad.

María Puig de la Bellacasa, ante la crisis ecológica, proponía la biorremediación como metodología para trabajar con ecosistemas dañados. Por ejemplo, la generación de suelos fértiles que las ciudades modernas, construidas sobre cemento y hormigón, ha convertido en yermos. En la misma línea impura de Haraway, la biorremediación sería la «inducción de procesos naturales de manera artificial con el objeto de acelerar y garantizar la restauración de ecosistemas dañados y degradar todos los contaminantes perjudiciales para los organismos vivos». El vermicompostaje, proceso de compostaje impulsado por las lombrices californianas, nos invita a aprovechar las escalas
pequeñas que ahora mismo nos permite la ciudad para la biorremediación. En la cocina, en el balcón o en el patio de la comunidad de vecinas podemos tener nuestra unidad de vermicompostaje de la que obtener tierra fertilizada por el humus de estos bichos. Como me enseñaron mis amigas de Nomad Garden, el humus es el gran beneficio que obtenemos de estas compañeras puesto que se trata de un fertilizante natural que no solo nutre la planta, también mejora la tierra, reteniendo la humedad y activando la vida microbiana.

Pero, en el contexto urbano, son una especie frágil que hemos de cuidar: protegerlas de la lluvia que pueda llegar a ahogarlas, de las olas de calor o de frío, de otros bichos que puedan atacarlas. Y protegerlas de nosotras mismas. Muchas veces la buena voluntad no está acompañada de unos conocimientos elementales que hagan que les aportemos lo que necesitan en un contexto tan hostil para ellas. Su complementariedad con nosotras es tal que los restos de nuestros alimentos orgánicos son uno de sus alimentos favoritos. Esto puede llevar a ciertos cambios de nuestras mentalidades antropocéntricas. Como que una dieta equilibrada quizá pase por una dieta que se componga de la que nuestra pequeña comunidad de lombrices requiera. A las lombrices no le gustan los alimentos procesados y tienen fascinación por verduras y frutas, así que pasar por tu vermicompostera y ver a tus lombrices algo mustias puede llevarte a decidir entre una manzana y un bollo de chocolate. No necesitamos cuerpos normativos, pero sí lombrices sanas.

Esto nos lleva a recordar a las artistas ecosexuales Annie Sprinkle y Beth Stephens cuando hablan de erotizar la relación con la Tierra y afirmaban que «Composting is so hot!». Aunque eso del barro siempre tuvo su rollo no ha tenido el suficiente tirón para que muches nos convirtamos en lombriceres. Aún estamos a tiempo de sumarnos al lombricerismo. Dice Francis D. Hole que los humanos somos «envoltorios húmedos de suelo animado» por lo que quizá es el momento de apreciar la sensualidad a partir de estos códigos vermiantrópicos. Si estáis lejos aún de convertiros en ecosexuales, al menos podéis preguntarle a la persona que conocisteis el otro día por su especie de lombriz favorita o proponerles un paseo que os lleve a descubrir los hábitats de estos bichitos en el bosque. Amigues, daos cuenta y dejad de mirar los perfiles de quien hace apología del esnobismo cultural y aceptad a quienes os manden un DM de Instagram con una foto de sus lombrices.

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