Conocí a Mohammed Salha en 2011. Trabajamos juntos en proyectos de apoyo psicosocial en la Franja: yo viajando a Gaza, él desde Jabalya, donde vive desde siempre. Es grandote, risueño, glotón, hablador, pacifista, líder comunitario, padre de cinco hijos y mi mejor amigo en Gaza. Y, desde el 14 de octubre, uno de los 1,9 millones de desplazados internos. Hoy está todavía vivo.
Desde el 7 de octubre he hablado con Mohammed por Whatsapp casi todos los días (43 hojas A4 hasta hoy y, por favor, que sigan creciendo). Lo que más se repite es mi pregunta de cada mañana: «¿Cómo estás hoy?», «¿qué tal ha ido la noche?» o «¿cómo va el día?» (soy incapaz de preguntarle ¿cómo estás?, obviamente está mal, como el resto de gazatíes: no hay otra forma cuando vives un genocidio en primera persona). Y su respuesta, casi siempre: «Todavía vivo». Seguido de alguna explicación, tomo aire:
7/10/23, 18:24 – Mi familia directa bien, pero mi tía y mi primo han muerto.
9/10/23, 12:53 – No estoy bien. Muchos amigos y vecinos asesinados hoy.
11/10/23, 9:54 – Han bombardeado la casa de mi exmujer, ella y el resto de su familia están bajo los escombros, por suerte nuestros dos hijos estaban conmigo.
14/10/23, 6:06 – Nos vamos de casa. Somos oficialmente desplazados internos.
18/10/23, 9:52 – No estoy bien. Han bombardeado mi casa a las 8h. Lo bueno es que mi familia está bien. Quién construyó esta casa puede construir otra. Aguantaremos hasta el último aliento.
Desde el 14 de octubre Mohammed es voluntario en el hospital Al Awda. No es sanitario, pero hace lo que puede: logística, coser heridas, trasladar gente o entretener a los más pequeños, esos para los que, dada la cantidad, se ha tenido que acuñar un nuevo término: menores heridos, familia no superviviente (WCNSFs en sus siglas en inglés).
Los días pasan, los mensajes no varían: más muertos, menos comida, menos agua, menos suministros médicos, más de lo mismo. Es la nueva rutina en Gaza.
Hasta el 30 de octubre. Ese día mi mensaje no tiene respuesta. Israel ha cortado las comunicaciones en el norte, llega el agobio, una sensación terrorífica para mí e insignificante dentro de este contexto de barbarie. Y así hasta el 11 de noviembre: «Todavía vivo, todavía resistiendo».
Los días pasan, su familia se traslada a Rafah, al sur; él se queda de voluntario, en el norte. Los mensajes no cambian: la situación sí, a peor. «Así es nuestra vida, habibti». La resiliencia y capacidad de supervivencia de los gazatíes no dejará nunca de sorprenderme.
El 4 de diciembre la hermana de Mohammed es asesinada junto a su marido e hijos (hoy siguen bajo los escombros).
Y el 5 de diciembre la cosa se pone fea de verdad.
5/12/23, 21:00 – Estamos cercados. Hay un francotirador que dispara a cualquiera que se acerque.
7/12/23, 12:08 – A las 11:30h el francotirador ha matado a un enfermero en la cuarta planta de nuestro edificio.
Llegan los mensajes de auxilio, se quedan sin suministros médicos, comida, agua potable y combustible. Hay más de 200 personas dentro del hospital sin poder salir; no pueden acercarse a las ventanas, duermen en pasillos y escaleras. La historia llega a la prensa. El teléfono de Mohammed no para. Cada día nos manda la actualización del hospital, audios con el sonido de las bombas de fondo. Para tener cobertura tiene que gatear hasta una ventana y poner el teléfono sin asomarse porque el francotirador sigue allí.
El 10 una amiga lee en un chat de periodistas que un francotirador ha matado a Mohammed. Son las 15 h, yo había hablado dos horas antes con él, me decía que estaba con los peques heridos poniéndoles una película de dibujos y que era maravilloso verlos sonreír. Le escribo y no me contesta. La sensación de angustia es insoportable. Contacto a un amigo de Mohammed en España a ver si puede hablar con alguien en el hospital. El tiempo pasa despacio, no hay noticias.
10/12/23, 18:07 – Todavía vivo.
El asesinado por francotirador ha sido en otro sitio, otro Mohammed con un apellido parecido. Es horrible alegrarse de que el muerto sea otro.
La situación en el hospital no deja de empeorar. Se agota la comida, las infecciones se propagan, no paran de hacer amputaciones. No hay agua potable y beben del grifo que en Gaza es insalubre. Se les acaba el combustible: sin él no pueden bombear agua y morirán de sed. Se preparan para tomar suero salino o inyectárselo directamente en sangre. No durarán más de una semana. Los mensajes de Mohammed cambian, cada vez más desmoralizado, ya no son actualizaciones.
«Por un momento perdí mi humanidad y empecé a pensar en venganza, los sentimientos son confusos y no puedo controlar las emociones. Pero no, prefiero seguir siendo Mohammed, el ser humano, el que rechaza la violencia. Soy un ser humano y lo seguiré siendo.»
«No se trata del número de vidas que hemos perdido, sino de las que hemos salvado». «Vivimos con dignidad y moriremos con dignidad». «Nuestros sueños se han convertido en menos que derechos».
El 17 de diciembre el ejército israelí entra en el hospital, se llevan a los hombres entre 18 y 40 años (Mohammed tiene 40, no se lo llevan), les interrogan durante horas, por la tarde los devuelven, no a todos.
El 18 vuelven a por los de 40 a 65, hoy sí, después de 7 horas detenido me dice: «Ahora estoy a salvo». A salvo es estar dentro de un hospital cercado, sin comida ni agua potable y con un francotirador enfrente.
El 19 una cantidad ínfima de ayuda humanitaria, de la ya ridícula que Israel deja entrar por Rafah va hacia los hospitales del norte, el ejército niega su entrada a Al Awda.
El 21: ya no pueden más, están todos deprimidos.
El día 22 los tanques se alejan del hospital.
Hoy la situación sigue siendo horrible, pero al menos no están cercados.
Esta es solo una entre más de dos millones de historias de personas que están, a pesar de los esfuerzos del gobierno genocida de Israel, todavía vivas.