nº40 | sostenibili-qué

Soberanía alimentaria

Tejiendo red desde la agricultura familiar

¿Sostenibili…qué? Eso mismo nos preguntamos. ¿De qué hablamos, qué queremos sostener? Muchas estamos un poco hartas de conceptos económicos y discursos vacíos. Y si algo está quedando claro en esta crisis, en su inicio sanitaria y ahora sistémica, es que no es ni en los ricos ni en la economía financiera, con todo su poder y sus privilegios, en quienes podemos confiar para seguir adelante. Sí, en cambio, en lxs que nos cuidan y curan, entre quienes se encuentran los productorxs de alimentos. Así que, continuando con las preguntas, ¿sabemos quién y cómo nos alimentan?

Parece que esta situación, originada por la covid-19 y amplificada por el capitalismo neoliberal y patriarcal, ha dejado claro de qué trata el sostén de la vida. Ha quedado, pues, patente que aquellas tareas más invisibilizadas y denostadas (como los cuidados, la limpieza o el trabajo en el campo) han resultado ser las más esenciales.

De todo el engranaje económico, financiero, industrial y político construido para mantener un ritmo de crecimiento y expansión feroz; queremos centrarnos en este artículo el sistema agroalimentario. Y de todos aquellos elementos que consideramos imprescindibles para sostener una vida digna de ser vivida por y para todas, queremos visibilizar la soberanía alimentaria como una realidad, una práctica posible de acción y resistencia.

Desde una mirada interna (con esto nos referimos a tener el privilegio de haber nacido en el medio rural, a haber vivido en una familia de origen campesino) se percibe como el sector primario ya no sustenta el tejido social y local, como sí lo hacía en épocas pasadas. Ahora, en cambio, sobrevive a expensas del mercado y no de las necesidades de las regiones donde se produce. Producimos para exportar, importamos para comer o engordar nuestro ganado, o incluso para cubrir nuestras modas alimenticias a través de, por ejemplo, proteína vegetal deforestadora, como la soja o la palma.

Pero, afortunadamente, también experimentamos cómo se abren paso nuevas generaciones para revitalizar el medio rural y la agricultura de una manera más digna, socioeconómicamente hablando, y más sostenible, ambientalmente hablando.

Y, para la supervivencia de estos proyectos, con suerte algunos aún estamos a tiempo de recuperar la memoria biocultural de nuestras regiones, custodiada por nuestrxs abuelxs. En sus memorias, que se van apagando poco a poco, se conserva la sabiduría, transmitida de generación en generación, que nos permite leer la naturaleza y garantizar la manutención alimentaria a sus gentes y pueblos. Aunque aquí nos encontramos con otro obstáculo: parte de ese conocimiento, el referido al clima, ya no es válido. Ahora es difícil que sean la luna y los proverbios quienes nos guíen en las labores culturales de la agricultura o ganadería debido a cómo hemos acelerado el cambio global (cambio climático, acidificación de los océanos, etc.).

En mi caso (en el de una de las dos patas de este artículo), cierto es que he bebido de diferentes visiones o paradigmas (permacultura, agricultura regenerativa, agroecología, etc.); pero mi principal mentor a la hora de la praxis es mi abuelo de 88 años, que nació de familia campesina, y que ha vivido toda la vida de la huerta y los animales. Sus conocimientos sobre la naturaleza y el cultivo de la tierra y sus ciclos han resultado insustituibles por cualquier teoría cuando se trata de echar mano a la azada.

Los proyectos locales de agroecología tienen además la virtud de poder generar una red, un espacio habitado y vivo con mayor capacidad de crear las condiciones para el encuentro, el apoyo mutuo y, en definitiva, la comunidad que tanto nos falta en esta sociedad atomizada. Y curiosamente es ahora, cuando falta harina y levadura en las estanterías de los súper, cuando nos damos cuenta de todo lo que perdimos; de la enorme erosión en nuestros ritmos y costumbres; de pueblos donde no faltaban molinos ni molinerxs, donde había hornos y masa madre, que además de nutrirnos nos cuidaban. Es ahora, que nos hemos visto abocados a la soledad y al aislamiento, cuando recordamos que solxs no podemos y nos cercioramos de lo importante que es la comunidad, la red que soporta la vida, aquella que nos cuida y cuidamos, la que nos hace ser animales sociales y dependientes tanto de los afectos como de la naturaleza.

Es cierto que para poder generar transformaciones capaces de permanecer en el tiempo con solidez y trascender más allá del entorno más inmediato, hacen falta sinergias entre proyectos locales, de defensa de la tierra y el territorio, de agroecología, etc. Y, al mismo tiempo, que dichos proyectos puedan soportarse por sí mismos sin tanta dependencia de las ciudades. Para crear esa comunidad mencionada más arriba, podemos comenzar por apostar por la soberanía alimentaria, la autogestión y el apoyo mutuo entre habitantes del mundo rural, revitalizando el medio y ofreciendo/nos servicios o productos, ocio y cultura, bienestar y cuidados.

Aunque ya hace décadas que desde diferentes colectivos ecologistas, movimientos sociales y demás agentes de cambio se viene trabajado para visibilizar la importancia de la agroecología y la autogestión alimentaria, ha sido esta situación, la de la crisis por el coronavirus, la que ha dejado entrever para muchas personas la importancia de la producción de alimentos. Ahora son diversas las iniciativas que han surgido en defensa de la agricultura familiar y el campesinado, apoyo que desde aquí abrazamos y agradecemos como agua de mayo.

Regresando a la pregunta de quién y cómo nos alimentan, apostemos por unas prácticas de consumo a través de las cuales podamos responder a esas preguntas con una postura activa, responsable, solidaria y lo más autogestionadora posible. Unas prácticas que nos ayuden a ponerle cara a ese quién y conocimiento a ese cómo, confiando en que se trata de productos que cuiden la tierra y sus habitantes. Apostemos por diferentes formas de hacer, que construyan una sociedad más justa y respetuosa donde cuidemos cada uno de los nexos de la única red que nos puede sostener: aquella que creamos entre todas; sobre la que tenemos capacidad de acción y decisión; que nos nutre y nos proporciona mucho del conocimiento que necesitamos para vivir de otra forma. Tal vez esto sea algo de lo más valioso que hemos ganado viviendo en el pueblo y trabajando la tierra: amigos viejitos que nos transmiten no solo saberes imprescindibles, sino también unos vínculos comunitarios férreos, una curiosidad y unas ganas de aprender infinitas, y una manera de vivir más y mejor con menos.

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