Propongo pensar la tristeza como una producción deliberada del capitalismo actual. Su propósito sería reducir nuestra potencia de hacer. Por analogía con las ideas de bio y necropolítica llamamos lipipolíticas a este otro conjunto de técnicas de gobierno. Pensar en resistir las políticas de la tristeza nos sugiere casi automáticamente imaginar su contrario, esto es, políticas que aumenten nuestra potencia de hacer.
Escriben Gilles Deleuze y Claire Parnet (1977): «La tristeza, los afectos (o pasiones) tristes son todos aquellos que disminuyen nuestra potencia de obrar. Y los poderes establecidos necesitan de ellos para convertirnos en sus esclavos. El tirano, el cura, el ladrón de almas necesitan persuadirnos de que la vida es dura y pesada. Los poderes tienen más necesidad de angustiarnos que de reprimirnos o, como dice Virilio, “de administrar y de organizar nuestros pequeños terrores íntimos. […] No es fácil ser un hombre (o una mujer) libre: huir de la peste”, organizar los encuentros, aumentar la capacidad de actuación, afectarse de alegría, multiplicar los afectos que expresan o desarrollan un máximo de afirmación».
Conviene insistir en el tema de los afectos o pasiones tristes que Deleuze y Parnet retoman de Baruch Spinoza. Las pasiones tristes serían aquellas que reducen nuestra potencia de obrar, nos hacen más impotentes, más pasivos. La tristeza misma sería, siempre según Spinoza – Deleuze – Parnet, el efecto de estas pasiones sobre nuestros cuerpos. Por el contrario, las pasiones y afectos alegres serían los que aumentan nuestra potencia de obrar. Se reconocen por la alegría que nos producen.
La cita me sugiere que esta inducción de pasiones tristes sería una técnica de gobierno. En Realismo capitalista, Mark Fisher (2008) afirmaba algo parecido en el contexto del neoliberalismo de la primera década de siglo: «[…] es como una atmósfera omnipresente, que condiciona no solo la producción cultural sino también la regulación del trabajo y la educación, y actúa como una especie de barrera invisible que constriñe el pensamiento y la acción».
Gabriel Winant (2015) escribía lo siguiente sobre los afectos como infraestructuras de ciertas instituciones o espacios sociales que me parece de gran interés:
«Tú o yo podemos sentir una emoción concreta en relación con un objeto concreto. Nosotros somos quienes generamos estas emociones, ¿pero a partir de qué material? Antes de las emociones, sostienen (ciertos teóricos), están los afectos, que flotan libres de los individuos, inherentes a las atmósferas de instituciones y espacios sociales. Los afectos revierten la relación sujeto-objeto de las emociones: nosotros somos sus objetos en lugar de su origen. Son la manera en que la vida social se hace sentir, depositándose en las personas individuales, que luego las procesamos como nuestras propias emociones. Podemos incluso decir que los afectos son características objetivas del paisaje social, aunque se trate de unas características que solo pueden ser observadas y registradas por medio del sentimiento. Como escribe uno de los principales teóricos de esta línea de pensamiento, Brian Massumi, el afecto “es tan infraestructural como una fábrica”. Según esta lógica, las líneas de potencia del afecto que recorren cada oficina y cada lugar de producción son tan relevantes para nuestra economía política como cualquier infraestructura física.»
Y continúa más adelante: «Se trata de la diferencia entre “me siento fatal” y “esto me hace sentir fatal”. El verbo transitivo de la segunda afirmación nos da muchas más posibilidades de análisis. Sugiere una acción que está teniendo lugar, más que un estado que se mantiene. Y si es una acción que está sucediendo, quizá podría suceder otra diferente. El objeto de esta manera de pensar es hacer explícito y externo algo que de otra forma resulta tácito e interno, y abrir así una nueva vía de crítica sobre el origen de este afecto concreto: la institución, la relación, el objeto que ha generado este sentimiento.»
El matiz que propongo en estas notas es que esta inducción de pasiones tristes, esta limitación de nuestra potencia de obra que nos produce tristeza —como término genérico—, esta limitación rigurosa de los posibles, no es un efecto colateral del sistema, sino una técnica relevante de control social. Como escriben Deleuze y Parnet, «los poderes establecidos necesitan de ellos para convertirnos en sus esclavos». Como nombre de trabajo, he usado sin llegar a convencerme demasiado —tratando de dialogar con la necro-biopolítica de Mbembe y Preciado— el de «lipipolítica», que sería una política de la producción de la tristeza, de la impotencia.
Puedo señalar tres escenarios que conozco razonablemente bien, pero que no voy a desarrollar aquí, en los que estimo que se pueden comprobar estas ideas, como son las ya mencionadas universidades, en sus transformaciones de los últimos 20-30 años, las formas de vida estrechamente ligadas al «espectáculo debordiano» y el «urbanismo de la separación» de los ancianos de clase media en nuestro entorno y la precarización de la juventud también de las últimas décadas.
Dos contrapuntos más positivos para concluir. Narraba hace poco Francisco Jarauta (2023) que cuando René Descartes llegó a Amsterdam hacia 1631 le pareció «que todo era posible en aquella ciudad. Un inventaire du possible». Una ciudad así tendríamos que ser capaces de volver a construir. No sé hasta qué punto equivocadamente esa fue también mi sensación cuando viví algún tiempo en Los Ángeles, California, a finales de los 80.
Paul B. Preciado, por su parte, en el extraordinario Dysphoria mundi (2022) plantea un movimiento resistente, revolucionario, que una a todxs lxs inadaptadxs a la barbarie dominante: «La condición planetaria epistemológica-política contemporánea es una disforia —enfermedad mental según el sistema de salud oficial— generalizada. Dysphoria mundi: la resistencia de una gran parte de los cuerpos vivos del planeta a ser subalternizados dentro de un régimen de conocimiento y poder petrosexorracial; la resistencia del planeta vivo a ser reificado como mercancía».