nº39 | política global

Resistencias comunales frente a parques eólicos en el istmo mexicano

En estos tiempos de jornadas mun­diales contra el calentamiento global, asistimos a un escenario de alarman­te colapso donde las manifestaciones se centran en exigir a los Gobiernos y a las empresas que asuman medidas serias para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Se trata de medidas concretas que contengan esta inminente catástrofe ambiental a la que nos conduce el régimen de combustibles fósiles.

«El fin del petróleo ahora» se lee en las manifestaciones de Pa­rís. Una crisis energética señalan las expertas y, por tanto, una transición energética como alternativa se vuel­ve una carta de buenos deseos en las cumbres de cambio climático; es decir pasar de un régimen de combustibles fósiles a uno de fuentes renovables de tipo eólico, hidroeléctrico y solar. Sin embargo, ante la emergencia del colapso corremos el riesgo de velar la lógica colonialista en la que aún se in­sertan estas medidas que suponen ser una alternativa.

Es decir, la exigencia de pro­ducir energías renovables como una alternativa en la era del capitaloceno o antropoceno que vivimos puede llegar a ocultar e incluso a justificar como mal menor el trastorno ecoló­gico, cultural y político que miles de aerogeneradores están provocando actualmente en el Istmo de Tehuan­tepec, Oaxaca, la región más estrecha de México que separa al Océano Paci­fico del Atlántico.

En esta latitud del mundo habitamos una diversidad de pueblos indígenas milenarios: ikoots (hua­ves), ayuuk (mixes), angpøn (zoques), chontales, binnizá (zapotecos), chi­nantecos y tzotziles. Es justamente aquí dónde se está instalando el co­rredor de parques eólicos más gran­de de América Latina. De acuerdo al informe de la asociación Ecologistas en Acción se contemplan 5 mil aerogeneradores a lo largo de aproximadamente 100 mil hectáreas, cuya tenencia de la tierra es princi­palmente comunal y ha sido habitada históricamente por los pueblos zapo­tecas e ikoots.

Los 28 parques eólicos ya instalados, constituidos por 2123 ae­rogeneradores, tienen como principal destino abastecer de electricidad a las corporaciones del sector privado mientras decenas de comunidades de esta región no tienen acceso a la ener­gía eléctrica. Por tanto, el corredor que se despliega en el Istmo de Te­huantepec está muy lejos de ser una transición encaminada a garantizar la suficiencia energética de los habi­tantes de la región y el país.

Por el contrario, las tierras y territorios de los pueblos están siendo expoliados, puesto que la instalación del corredor eólico en la airosa plani­cie no ha respetado la tenencia comu­nal de las tierras zapotecas e ikoots y, peor aún, ha agudizado la violencia regional criminalizando a las asam­bleas comunitarias y agrarias que se oponen a este megaproyecto «verde», tal como lo ha registrado el Observa­torio para la protección de los Defen­sores de Derechos Humanos.

Es relevante señalar que las principales empresas inversoras son de capital español: Iberdrola, Gas Natural Fenosa, Acciona, Renovalia y Gamesa. Después le sigue la inver­sión francesa, Électricité de France, y la alemana SIEMENS. La producción de energía renovable en México está situada en la lógica de despojo y viola­ción a los derechos humanos, agrarios e indígenas.

Tal como se manifiesta en el caso más latente en estos momentos suscitado en la comunidad zapoteca de Unión Hidalgo, Istmo de Tehuan­tepec, dónde actualmente la empresa Électricité de France (EDF) está invir­tiendo un monto de 3 mil millones de dólares para un nuevo parque eólico denominado «Gunna Sicaru» proyec­tado sobre 4400 hectáreas.

Lo crítico de este caso se refleja en las arbitrariedades que priman en la Consulta Indígena. Esta, que supone apegarse al convenio 169 de la OIT en los hechos, no ha respe­tado el carácter previo, ya que el 29 de junio de 2017 la Secretaria de Energía de México otorgó a la comisión regu­ladora de la paraestatal francesa un permiso para generar energía justa­mente nueve meses antes de que se promoviera la Consulta Indígena. A ello se le suma que desde el 2016 la empresa firmó contratos con peque­ños propietarios omitiendo el carácter comunal de las tierras.

Este caso nos revela el co­lonialismo que aún impera en lo que supone ser una alternativa al calenta­miento global, cuyas medidas siguen insertas en la lógica de despojo y vio­lencia contra los pueblos indígenas.

Lo que aquí está en cuestión son formas de existencia, puesto que una de las principales oposiciones a estos megaproyectos eólicos tiene que ver con la tenencia comunal de la tierra. Los pueblos indígenas históri­camente han defendido este carácter de las tierras ya que es la base mate­rial y espiritual de sus formas de vida. Una forma de vida que en esta región del mundo llamamos comunalidad: esto para referir a la asamblea como organización política y toma de deci­siones; las fiestas como las instancias de disfrute de lo común; el trabajo co­lectivo; la milpa (cultivo milenario de maíz, frijol, calabaza y chile), y el terri­torio comunal.

Esta forma de vida en co­munalidad para los pueblos ikoots y zapotecos que viven de la pesca en la planicie sur del océano Pacífico es de larga data y que exista aún revela que ha funcionado durante siglos e inclu­so en tiempos de colapsos, como lo fue durante el siglo XVI con el proceso de colonización, que implico debacle de­mográfica y un viraje al modo de pro­ducción, uno de tipo policultivo a otro de tipo monocultivo.

Es así como la instalación de miles de eólicos en toda la planicie sur del Istmo de Tehuantepec está signi­ficando el trastorno de un paisaje, la deforestación de árboles nativos y la privatización de territorios. En ese sentido es cuestionable que resulte una verdadera alternativa en los tiem­pos de crisis ambiental que atraviesa el planeta.

En este escenario catastró­fico de cambio climático las posi­ciones que sitúan a la energía eólica renovable como una alternativa no deben soslayar el despojo de los te­rritorios indígenas y la continuidad de las dinámicas colonialistas que allí anidan. Ante esto, se cuestiona que una transición energética justa no debe costar el exterminio de los pueblos indígenas y, por el contrario, ahora más que nunca hay que asumir que los modos de vida comunales de los pueblos indígenas —que siguen resistiendo frente a las renovadas formas de despojo «verde»— son en sí mismas alternativas de muy larga data aún vigentes.

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