nº67 | a pie de tajo

¿Qué pasa en el sector social?

En la puerta de un centro de acogida para personas sin hogar, un hombre me preguntó si podía entrar un momento a ducharse. Le expliqué que no era posible porque no estaba alojado. Su respuesta fue: «¿Sabes qué?, me voy a dar una ducha con tus palabras».

Por regla general, cuando decides estudiar una carrera profesional tienes en torno a dieciocho años. A esta edad ya te cuestionas las diferentes formas de opresión, tienes una energía arrolladora y cada pieza de tu cuerpo está encajada en su lugar. No es común que te proyectes a ti misma con las necesidades propias de una persona más adulta, tales como anidar en una casa, estabilidad económica o posibilidad de ahorrar para cualquier imprevisto; tampoco te visualizas con una mochila cargada de momentos de tensión y presenciando muchas contradicciones laborales en un sector propiamente social. 

Aquella inquietud —aparentemente incansable— que hay quien llama vocación, deja de tener sentido cuando tu seguridad y salud mental pasan a ser una obligación personal por la precariedad de tu trabajo.

El pasado mes de marzo asesinaron violentamente a una compañera mientras trabajaba en un centro de medidas judiciales, para menores, externalizado por un gobierno autonómico. Ella se llamaba Belén Cortés Flor y tenía treinta y cinco años. Tanto las instituciones como la entidad privada que la contrataba eran conocedoras de que cubría turnos sola y de la situación extrema de su puesto. Además, si ya de por sí los diversos convenios que dan cabida a lo social son deplorables, su categoría profesional era inferior a la que le correspondía. Leo en algunas noticias que Belén tenía vocación, claro, pero Belén trabajaba al límite —a todos los niveles posibles— y al no estar valorada y visibilizada la profesionalización de su servicio, lo hacía totalmente desprotegida. 

Nuestro sector está reglado y tenemos que cursar estudios oficiales para poder desarrollarlo, invertimos dinero y tiempo en formarnos y especializarnos; sin embargo, aun compartiendo los mismos espacios públicos con el resto de la población, trabajamos a la sombra. Durante la pandemia, con las mismas condiciones y sobrexpuestas, nos declararon un servicio esencial. Algo importante sostenemos, ¿no?

En una ong escuché: «Vuestro sueldo es humanitario porque trabajáis en una organización humanitaria». Un argumento circular que pone en evidencia la falta de fundamentación y el poco valor que para esta persona tiene la calidad humana. La responsabilidad de que nuestra profesión no sea reconocida a nivel laboral, además de ser de la sociedad en su conjunto, es de las administraciones, muy conocedoras de los problemas estructurales —exclusión social, precarización laboral, desigualdad económica, imposibilidad de acceso a una vivienda, etc.— y de la dificultad, riesgo y vulnerabilidad del contexto en el que nos movemos; pero también recae en las entidades privadas que ven nuestra realidad en el día a día y exponen a su personal. Nuestro sector, en su mayoría, sobrevive de subvenciones y licitaciones, estamos subcontratadas. A veces gana la entidad que cumple más requisitos y otras veces, la que ofrece el precio más bajo. Recursos insuficientes, puestos inestables, ratios inadecuadas, mil justificaciones y sueldos irrisorios. 

Nos gusta trabajar con personas, claro, y dignificarlas, pero cualquier crítica que hagamos hacia nuestra ocupación es tan delicada y susceptible de ser tergiversada que nos hemos callado muchas de las situaciones presenciadas para que el dedo acusador —la causa del problema— no recaiga directamente sobre estas, que en la mayoría de los casos no son responsables de su situación. Tenemos encima a personas racistas, xenófobas, machistas, aporofóbicas, etc., que se aprovechan de la precariedad para alimentar sus discursos de odio y, a su vez, provocar un rechazo popular hacia todo lo que tenga que ver con nuestro ámbito. Aquel hombre de la puerta del centro de acogida sabía perfectamente lo absurdo y contradictorio de la situación. Trabajo en un sector feminizado, donde los niveles de bajas laborales por sobrecarga son altos, los de jubilación mínimos y los de asesinatos ya han sido suficientes. ¿Qué va a pasar con nosotras? y si nosotras no estamos aquí, ¿qué pasa?

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