nº14 | política global

Por una necesaria alianza entre las personas y la naturaleza

La humanidad se encuentra en un aprieto. Las diversas manifestaciones de la actual crisis civilizatoria —riesgo ecológico, dificultades para la reproducción social y profundización de las desigualdades— están interconectadas y apuntan a un encontronazo entre la civilización occidental y aquello que nos conforma como humanidad. Nos encontramos ante una situación de emergencia que amenaza la supervivencia digna de las mayorías sociales.

El capitalismo se ha expandido sin considerar las bases materiales que sostiene la vida. La lógica económica convencional se basa en una creencia peligrosa: la de que tenemos autonomía respecto de la naturaleza y al resto de personas. Ignora la existencia de límites físicos en el planeta y oculta, aunque explota, los tiempos necesarios para la reproducción social cotidiana. Persigue la meta del crecimiento económico, sin ser capaz de discriminar si llega a esta mediante la producción de bienes o servicios socialmente necesarios, o mediante actividades que destruyen materiales finitos y la capacidad regenerativa de la naturaleza sin satisfacer las necesidades básicas reales.

Después de décadas de aplicación de la doctrina del capital, hemos topado con los límites del planeta. Los territorios de los países empobrecidos, que han sido utilizados como mina y vertedero, también empiezan a dar síntomas de agotamiento, tanto en la disponibilidad de energía y de materiales como en el mantenimiento de los ciclos naturales.

El cambio climático es ya tan evidente que el negacionismo, tan eficazmente impulsado por los grandes lobbies transnacionales, retrocede. Aunque, como hemos visto en la última Cumbre de París, esa consciencia no se traduzca en una voluntad de transformación que plante cara a los problemas cruciales que hemos de afrontar.

Se suele decir que este deterioro ecológico ha sido el precio pagado para alcanzar el bienestar, pero no es así. Al contrario, se están profundizando las desigualdades en todos los ejes de dominación. Se ha agravado la situación de las poblaciones más empobrecidas que llevan décadas sufriendo esta guerra encubierta y los indicadores muestran cómo crece la distancia entre el Norte global y el Sur global.

Y las desigualdades también han crecido en las llamadas sociedades del bienestar: buena parte de la población se va hundiendo en la precariedad y millones de personas se encuentran en situación de exclusión; ya no cuentan ni son vistas. Especialmente sangrante es la situación de las migrantes. Desposeídas de su derecho a permanecer y expulsadas de sus territorios, muchas personas emprenden el mismo viaje que las materias primas y los flujos de riqueza, hasta que se topan con esas fronteras de la vergüenza que permiten la entrada de los recursos expoliados y de los capitales, pero no de quienes tratan de escapar de la miseria. Los que consiguen llegar viven señalados, sirviendo como elemento de distracción de los problemas estructurales reales.

Millones de personas en paro y muchas personas empleadas pobres. El empleo, base sobre la que se construye el bienestar en las sociedades occidentales ya no es un espacio de derechos sino generador de precariedad porque las propias condiciones laborales generan pobreza. Ha perdido su capacidad de protección y no puede cumplir sus funciones de proteger de la pobreza y evitar la exclusión.

Los gobiernos capitalistas han tratado de facilitar la regeneración de las tasas de ganancia del capital desmantelando los servicios públicos. Al poner los recursos que se destinaban a los sistemas de protección social al servicio de una hipotética «reactivación de la economía», buena parte de los mecanismos de protección pública desaparecen y son las familias quienes pasan a hacerse cargo de resolver la precariedad vital.

A muchos seres humanos solo les queda el colchón familiar para tratar de eludir la exclusión. Y dentro de los hogares, en los que predominan las relaciones patriarcales y desiguales, son las mujeres las que en mayor medida cargan con las tareas que se dejan de cubrir con los recursos públicos. Son quienes cargan con el trabajo y las tensiones que se derivan de la resolución de las necesidades cotidianas en contextos de miseria y sufren en sus cuerpos la violencia de los conflictos.

Solo se podrá abordar esta crisis compleja reorientando el metabolismo social, de forma que no se fuerce a las personas a competir absurdamente en contra de aquello a lo que le deben la vida. Nos atrevemos a apuntar a continuación algunos principios básicos que son insoslayables en esta reorientación.

El primero, es el inevitable decrecimiento de la esfera material de la economía. Se decrecerá materialmente por las buenas (de forma planificada, democrática y justa) o por las malas (a costa de que haya quien siga sosteniendo su estilo de vida material a costa de la expulsión y la precariedad de otros muchos).

El segundo, es el radical reparto de la riqueza y de las obligaciones. Luchar contra la pobreza es lo mismo que luchar contra la acumulación. Será obligado, entonces, distribuir el acceso a la riqueza, desacralizar y cuestionar la propiedad privada, poner límites a los excesos materiales y repartir los trabajos de cuidados entre hombres y mujeres.

Esta transición no será sencilla ni podrá ser realizada sin conflicto. ¿Sería posible afrontar este cambio sin que los poderosos y ricos sientan que las soluciones que permitan resolver la crisis civilizatoria amenazan su posición? ¿Pueden mantenerse los privilegios de las élites a la vez que se garantiza una vida decente a las mayorías y asegura la sostenibilidad ecológica?

Deberemos disputar la hegemonía económica (con el reto de diseñar un modelo productivo que se ajuste a la biocapacidad de la tierra y minimice todas las desigualdades), disputar la hegemonía política (para conseguir una organización democrática que sitúe en el centro una vida buena) y disputar la hegemonía cultural.

Este último terreno de disputa nos parece crucial. Este desastre solo se puede perpetuar porque cuenta con la complicidad inconsciente de las mayorías que han hecho suyas las nociones de progreso, riqueza, propiedad, libertad o jerarquía que son imprescindibles para el mantenimiento del régimen.

Necesitamos rearmarnos culturalmente para poder disputar los otros ámbitos. Conseguir un movimiento que impulse, aliente y exija estos cambios es ya una cuestión de supervivencia.

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