nº42 | ¿hay gente que piensa?

Por qué no me gusta el rosa

La oscilación del ventilador va esparciendo el aire desde mis muslos hasta los dedos de los pies. Y vuelta. Con el paso del aire noto dónde y cómo están mis piernas. Pienso: es importante tener conciencia. Me cuestiono: ¿tengo yo suficiente conciencia? ¿Corporal, política, identitaria?

Y vuelvo a pensar, recordando: yo de chica tenía conciencia de cuerpo de niña, de cuerpo con vulva y vagina. Por ende, con el género femenino asignado. Es decir, de cuerpo acosable, susceptible de ser vulnerado, de ser visto como débil.

Sigo pensando y deduzco: las dos consecuencias más visibles fueron 1) que desterré de mi armario las faldas y vestidos. Solo usaba pantalones, me daban el poder de que los niños no me levantaran la falda y me vieran las bragas. Y 2) que rechazaba todo lo cursi/débil que, según esta lógica, eran el color rosa y las muñecas.

Me recuerdo en el recreo, de pie, apoyada en la pared junto a mis amigas, los días en que a los niños les daba por jugar a tocarnos el culo. La tranquilidad de saber que al menos a mí no me podían dejar las bragas al aire. También las burlas «¡la Marta es un niño!» por mis pantalones y mi corte de pelo. La satisfacción de correr, silbar y jugar con mi coche teledirigido.

Concluyo: creía que esas cosas, ilusa de mí, me protegían de la vulnerabilidad y la debilidad, y me daban el poder de no ser objeto de (más) acosos. ¿También me otorgaban el de asemejarme a aquellos que lo ostentaban?, me cuestiono. De aquellos que podían usar más parte del patio para jugar al fútbol, que eran más valientes y atrevidos y parecían divertirse un montón.

Pero sigo pensando: la imagen de niño se fue volviendo en mi contra. A los 18-20 años eso ya no me otorgaba ningún poder. Todo lo contrario. Claro, deduzco, ahí tuve que cambiar de estrategia: empecé a pintarme los ojos y usar más ropa mona, hasta tacones usaba. Si no puedo ser como el poderoso, al menos tengo que gustarle.

Me canso de pensar. Estoy harta de acabar siempre en los mismos lugares que nos otorga el patriarcado. Siempre el otro enfrente. Crecer, vivir sabiendo que hay un otro enfrente. Vivir, bien evitándolo, evitando sus humillaciones y su acoso de más fuerte, de más atrevido. O bien buscándolo, buscando su aprobación de más poderoso.

Ser a través del otro. Qué hartura.

Y qué aire tan calentorro mueve el ventilador. Mejor voy a darme una ducha, pienso.

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