Colombia, potencia de la biodiversidad, se encuentra actualmente en un proceso de paz y transformación ecosocial que podría marcar un antes y un después en su historia.
La sangre americana nunca ha valido más que el plomo que la derrama, ni que la tierra que riega. De toda ella, la menos cotizada, es la sangre colombiana. Desde los valles andinos del Cauca hasta los edénicos ríos del Guaviare, desde el desierto caribeño de La Guajira hasta el corazón del Amazonas, no hay rincón de Colombia que no haya sido manchado con sangre inocente. Durante el virreinato de Nueva Granada, la sangre india y negra bombeaba desarrollo en forma de oro y plata al viejo mundo; después de Bolívar, la burguesía criolla, regó con sangre campesina sus fincas y minas; y las esmeraldas, el platino, el caucho, la fruta, el algodón, el cacao, el tabaco y el café colombiano inundaron el mercado yanqui y europeo occidental, dejando en Colombia tan sólo profundas grietas en la montaña, ríos rotos, llanuras agotadas y millones de niños con el estómago vacío. Irónicamente, a mediados del siglo pasado, esa misma burguesía, se turnaba el poder y entre ella se sublevaba, manchando el pasto de los campos que la engordaba con sangre campesina. En un periodo de 40 años, casi 200 mil personas valieron menos que los alimentos que cultivaban, y 2 millones dejaron sus tierras para hacinarse en urbes que nunca fueron pensadas para ellas. Cuando la burguesía pactó su paz, ya por los 60’, la sangre del pueblo hirvió hasta estallar y las guerrillas marxistas brotaron por todo el país. Durante los próximos 60 años, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP), el Ejército de Liberación Nacional de Colombia (ELN), el Ejército Popular de Liberación Nacional (EPL), el Movimiento 19 de Abril (M-19), organizaciones paramilitares como el grupo Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), las fuerzas de seguridad del Estado y los carteles de narcotraficantes, laurearon a Colombia en el infame podio de muertes por conflicto interno con medio millón de muertes, 8 millones de desplazamientos y más de 100 mil desapariciones forzadas. Y así, la sangre pasó del café y las esmeraldas, a las minas antipersona y la cocaína.
El drama humano nunca viene solo y en una tierra rota donde el Estado no llega ni controla, la minería, los campos de coca, la tala y caza ilegal y la ausencia de gestión de residuos y la contaminación, han engendrado (gracias a un papa sudamericano) otro gran pecado: el ecocidio. El sistema cuasi feudal de las zonas rurales, el neoliberalismo voraz, la corrupción del narco–Estado y la violencia sin control, arrasó con el 20 % de su cobertura forestal en 60 años, y ha dejado la oficial cifra de 2.104 especies en estado de amenaza de extinción (sobre un total de casi 80 mil registradas, aunque se estima que puedan existir entre 200 y 900 mil especies) y dejado en suelo colombiano la sangre de casi dos mil líderes sociales durante estos últimos 20 años, que organizaban comunidades agrícolas y campesinas, los últimos estertores de la barbarie socioambiental que se comete en el país. Significante es mencionar que entre las filas de adalides mártires del edén garciamarquiano buena parte fueron mujeres e indígenas, altavoces de los gritos más sordos del sufrimiento del pueblo colombiano.
A pesar de todo, la tierra que vio nacer la Patria Grande nunca ha renunciado a la esperanza de la paz: actualmente se han logrado tratados de paz efectivos con todos los contendientes del conflicto interno, con excepción del ELN, con quien el gobierno actual está negociando activamente para que renuncie a las armas. Como un faro moral para el continente, Colombia intenta sanar sus heridas y reconstruir y desarrollar de forma sostenible su hermosa tierra, la cual alberga el 10 % de la flora y fauna mundiales y la mayor riqueza de especies por kilómetro cuadrado. Desde los acuerdos de paz de 2016, donde se acordó la formalización de la propiedad de 7 millones de hectáreas y la entrega de 3 millones de hectáreas al campesinado (el 75 % de ellos cultivan la tierra de otros), el Estado ha formalizado casi un millón y medio de hectáreas y entregado 600 mil. La gran mayoría de la tierra dada se encuentra dividida en doce Zonas de Reserva Campesinas (ZRC) que contemplan la protección social y de los ecosistemas con una red de cooperativas y comunidades autogestionadas, dando cobijo a más de 200 mil personas, considerando 94 comunidades indígenas, 64 afrodescendientes y 87 mil mujeres; y a más de 8 tipos diferentes de ecosistemas únicos. La paz en los páramos, llanos, montes andinos, humedales, amazonía… un ambicioso objetivo de 100 mil kilómetros cuadrados cuidados por quienes viven de ellos para darle a la humanidad toda su belleza, para darle dignidad a Colombia.
El cambio es constante pero depende enormemente del gobierno de turno: durante la administración anterior se entregaron 18 veces menos tierras y no se estableció ninguna ZRC; y con la retirada de los grupos armados, el capital y el imperio también han entrado en la ofensiva extraccionista, y el lento proceso administrativo y ejecutivo y la debilidad estructural del Estado colombiano, ha generado brechas para los oportunistas de turno. La tala y minería ilegal han aumentado en algunos territorios donde antes las FARC tenían el control y el asesinato de líderes de comunidades tampoco ha cesado, desde 2024 un total de 254 (32 mujeres y 38 indígenas), entre ellos muchos firmantes del acuerdo de paz. A pesar de las dificultades, el beneficio de la reforma agraria y la paz es palpable para toda la sociedad colombiana, el abandono del feudo por las cooperativas y las balas por las azadas, ha nutrido de progreso el sector agrícola, propiciando un crecimiento de 8 puntos en el sector agrícola, frente al 2,1 del PIB en general; y es relevante señalar que este crecimiento económico busca ser sostenible, ya que la reforma agraria y las ZRC priorizan la agricultura ecológica y las técnicas tradicionales en equilibrio con el entorno, la gestión responsable del agua y la protección de los suelos, y el control de la deforestación. Aún queda mucho por avanzar, pero las venas abiertas de Colombia comienzan a cicatrizar.