Neolengua es un término acuñado por George Orwell en su distopía 1984 (1949). En ella, un régimen totalitario ha conseguido transfigurar la semántica y hacer que las palabras signifiquen justo lo contrario de lo que originalmente significaban: «La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza».
Este fenómeno es connatural al fascismo. La tergiversación y la mentira como arma política es parte de su estrategia. El fascismo se basa en el terror en dos de sus vertientes: el terror social irracional, el miedo que se intenta provocar en el «ciudadano de bien», el elector «ideal», con la amenaza que supone el otro, el «extranjero»; el terror político real, el miedo físico que impone a través de la violencia directa, sobre todo cuando llega a manejar los resortes del Estado.
La primera forma de terrorismo no puede imponerse sin potenciar un elemento cultural primordial: la ignorancia. Hitler defendía desarrollar la propaganda de forma que hasta el miembro más ignorante del auditorio pudiera entenderla. Pero la ignorancia en una sociedad tecnificada no se logra tanto por desconocimiento como por sobreinformación. Siguiendo la línea de pensamiento de Goebbels, ministro de propaganda de Hitler, entre la verdad y la mentira política solo hay una diferencia: la repetición.
La reacción despliega cada vez con más facilidad su visión del mundo. Cada día más sectores sociales, incluso desde la izquierda, compran un discurso fundamentado en la validación por la reiteración. Sus anti-ideas acaban configurándose como ideas lícitas que debemos reconsiderar si queremos «ganar». La «libertad» pasa por endurecer el Código Penal, blindar aún más la violencia policial y reforzar fronteras con acero y fuego. «Acercarse al pueblo» pasa por coquetear con la xenofobia, la homofobia y la transfobia, por despreciar a sectores enteros de la clase trabajadora, por quitarle el polvo al chovinismo más rancio.
Todo el arco político se ha escorado a la derecha. Se nos pide que pensemos como el enemigo sin pararnos a reflexionar que eso nos convierte en el enemigo. Esta dinámica no se frenará con debates y retórica. Discutir con el fascismo lo legitima y convierte en un interlocutor válido. No se puede dialogar con un pelotón de fusilamiento. Para detener esta deriva es imperativo desarrollar medios comunicativos propios y reforzar nuestras ideas demostrando su validez en la práctica cotidiana, que es el terreno que la reacción rehuye. Vacunarse contra el fascismo requiere hacer un trabajo de barrio y proximidad. Construir en cada calle y pueblo un dique de solidaridad y apoyo mutuo contra el que rompan los prejuicios. No cederle al fascismo ni un átomo de oxígeno y recordar que si tienen las urnas es porque antes han tenido las calles. Ese es nuestro campo de batalla. Cruzarse de brazos no es una opción a no ser que estemos dispuestas a desaparecer bajo el peso de la ideología del horno crematorio y la cámara de gas.