nº37 | desmontando mitos

Menas:

¿chavales o intrusxs?

Hace unos veinte años que chavales extranjeros cruzan las fronteras sin sus familias y llegan a Andalucía acompañados por otros chicos de su edad, jugándose la vida y poniendo su cuerpo como único escudo frente a ejes de camiones, concertinas y olas.  Desde hace veinte años estos chavales y chavalas dejan en evidencia el divorcio entre la legislación que protege a la infancia y adolescencia y la legislación de extranjería.

En aquel momento no existía ninguna etiqueta jurídica que los encasillase. Aún no tenían nombre en la legislación de extranjería española. En la primera ley de extranjería de 1985 no existían. En 1996 se aprobó el reglamento de dicha ley y se usó el término «menor en situación de desamparo» para referirse a ellos. Un año más tarde, el Consejo de Europa en su resolución de 26 de junio de 1997 definió el sujeto jurídico llamado «menor no acompañado» y se generalizó su uso en las distintas legislaciones de extranjería europeas.

En el artículo 91 del reglamento de la ley de extranjería del 2000 fue donde por primera vez en la legislación española de extranjería se utilizó el término «menores extranjeros no acompañados». Ese término dotado de cierto potencial jurídico —al definir la situación de desamparo que merece protección, el estar no acompañados de adultos y ser extranjero en un país— comenzó a usarse de forma extensiva. Las disciplinas de la intervención social empezaron a usar este término y se inventaron muchos otros ante la necesidad de nombrar lo desconocido, a veces pensado como amenaza.

El uso categórico de este término para describir los complejos procesos vitales de los chavales que migran trasluce un nacionalismo epistemológico y metodológico que no se debe pasar por alto. Se centra en la parte del proceso migratorio que corresponde al acceso al territorio europeo, como si antes (y después) no existiera nada digno de ser nombrado y tenido en cuenta. Se olvida el pasado, la historia del sujeto y se les construye como un colectivo homogéneo sobre el que se interviene de forma unívoca.

Además, la lógica territorial de la protección de la infancia construye un análisis y una percepción también territorial y parcializada sobre estos chicos y chicas. Solo se interviene sobre lo que ocurre en un territorio donde competencialmente los servicios sociales tienen poder. Pero cuando los usuarios cuentan con su movilidad como único recurso para responder a las estandarizadas respuestas institucionales y hoy están en Algeciras, mañana en Madrid y pasado en París, se queda corta la protección institucional.

Por este motivo el uso del término «menor no acompañado» fuera de la esfera jurídica es una forma de simplificar la complejidad vital de sus protagonistas. ¿Cómo nombrarlos entonces? Puestos a elegir, me quedo con las palabras de Amina Bargach:

El chico y la chica migrante debe ser conceptualizado y percibido como un ser social contenido y en posesión de redes sociales complejas (…) En este caso, una vez visualizada la persona como sujeto dentro de una red social compleja, podríamos anticipar una nueva definición en la que el chico o la chica quedaría caracterizada como un sujeto menor con pertenencias sociales múltiples que se mueve por diferentes territorios (el final es mío).

¿Y por qué se mueven? Ellos y ellas son personas menores de edad a proteger (según el derecho internacional) y también personas extranjeras a controlar (según las legislaciones de extranjería), pero la preeminencia del control migratorio hace que la titularidad de sus derechos esté constantemente puesta en duda. Se mueven —casi siempre— huyendo del maltrato institucional que sufren. La trama de la regulación jurídica sobre la infancia pivota en la protección mientras que la trama jurídica migratoria es eminentemente securitaria. En general, la protección de la infancia goza de un talante de defensa de derechos, apoyo, acompañamiento, amparo, tutela, resguardo, auxilio y atención. Por otro lado, la legislación de extranjería es restrictiva de derechos, está centrada en el control, la expulsión, la observación, la detención y la cuantificación de las personas extranjeras. Es decir, son los dos extremos de cualquier cuerpo legislativo. Este es el escenario donde se produce el maltrato institucional.

Los sistemas de protección europeos están raptados por la incapacidad de hacer prevalecer el mandato de la protección en esta doble condición. La imagen de niños temblorosos que desembarcan en las costas europeas tras travesías peligrosísimas perpetúa una visión mediatizada y racista sobre la complejidad de sus motivaciones, una visión raptada en la industria de la compasión.  Hemos asistido este verano al ataque por parte de grupos políticos de extrema derecha a chicos y chicas extranjeros en situación de desamparo que están dentro y fuera de los sistemas de protección. Estos discursos y acciones han incitado al racismo y al odio, y distorsionan la complejidad de los procesos migratorios que protagonizan estos chicos y chicas y sus subjetividades, alimentando falsas ideas y generando prejuicios.

En estos últimos 20 años, sin embargo, la presencia de niños, niñas, adolescentes y jóvenes menores de edad extranjeros ha significado una oportunidad para reformular la forma de gestionar la diversidad cultural en el ámbito de la infancia y para profundizar en la intervención desde el trabajo en red y la interdisciplinariedad. La movilidad infantojuvenil en este mundo globalizado es una oportunidad para pensar la calidad de los estados de derechos y nuestras sociedades democráticas.

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