Salud y mental son dos términos que hoy día no extraña ver juntos. Más bien están ocupando un lugar en el presente: en medios, en estadísticas, en nuestras vidas. Cabe recordar que, hace pocos años, las bajas laborales por depresión eran sinónimo de insustancial, de patraña o exageración. Por lo que, en cierto sentido, podría decirse que ahora se tiene una visión más clara de lo que es la salud mental, aunque lo que se conoce realmente es cuando no se dispone de ella.
Diazepam, zolpidem, lorazempam, sertralina o citalopram están en el top ventas de ansiolíticos y antidepresivos. Recaptación de serotonina, pérdida de libido. Insomnio, letargo. En nuestro lenguaje se ha hecho espacio a un vocabulario farmacéutico. Un gran espacio y normalización. No cabe decir que tras el inicio de la pandemia, aún más. En 2021 se consumieron casi 50 millones de antidepresivos y más de 61 millones de ansiolíticos en España según el Observatorio del Medicamento de FEFE. De forma crónica, una de cada diez personas en Andalucía consume psicofármacos. A escala mundial, este es el país donde más benzodiacepinas legales se consumen. Más del doble (o el triple, según el medicamento) de las recetas prescritas tienen nombre de mujer. Parece resonar en el imaginario colectivo que el género femenino siempre ha tendido hacia la emocionalidad de una forma innata, quizá sea por esto que los datos no llegan a preocupar lo suficiente como para intervenir estructuralmente. ¿Es la realidad social o son aspectos biológicos los que causan esta disparidad en el consumo de psicofármacos? La mirada androcéntrica moja todos los tejados y los tratamientos de la salud mental siguen reproduciendo por antonomasia que «el hombre es la medida de todas las cosas».
Partiendo de este molde tan hegemónico, ¿cabe realmente sorprenderse de que los casos de depresión, ansiedad, insomnio o trastorno de estrés postraumático sean más del doble en mujeres que en hombres? Por abreviar las posibles causas: la doble jornada, acoso, abusos, violencias de tu expareja, mansplaining, la carga mental, el canon estético, la sexualidad, los cuidados, las infravaloraciones o el síndrome de la impostora. Actualmente, las violencias hacia las mujeres se combaten medicando a las mujeres. Hablando de intersecciones, cabe subrayar que son las mujeres con menores recursos económicos y con más edad, aquellas que consumen más psicofármacos y más agravada se ve su salud mental. En estas estadísticas, raramente se perciben las múltiples opresiones en materia de salud mental que sufren las mujeres migrantes, las mujeres racializadas, con diversidad funcional, pertenecientes al colectivo LGTBIQ+, a minorías religiosas y/o sujetos de delitos de odio, entre otras múltiples barreras.
Llegando a este punto, habría que volver a poner sobre la mesa la cuestión de si son los aspectos hormonales los causantes reales de tal diferencia. ¿Desequilibrios químicos o desequilibrios de poder? Probablemente, parezca más eficaz poder pautar individualmente a las mujeres: sobrediagnosticando, estereotipando y encubriendo síntomas sociales con medicamentos. La industria farmacéutica siempre consigue hacer su agosto. Para aquel sector de las mujeres que se lo pueda permitir, es también frecuente acabar en terapia. Esta herramienta ha pasado de estar en la mayor de las degradaciones sociales y tabúes, a ser la recomendación de la casa (mientras que no sea mediante la Sanidad Pública). Cabe reconocer que es la metodología menos engorrosa para «tapar agujeros» de problemáticas conjuntas, antes que levantar la alfombra y airear todos los matices colectivos patriarcales que sufren sus pacientes.
Se podría afirmar que el género es la losa determinante respecto a salud mental. En el caso de los hombres hay una mayor tendencia hacia el consumo de alcohol, de estupefacientes o de conductas violentas. En el caso de las mujeres, históricamente, se les ha hecho múltiples aberraciones en pos de silenciar comportamientos fuera de los márgenes: se inventó la histeria y Granville su consiguiente tratamiento; se las ha encerrado, atado, maltratado, violado y vejado, porque simplemente no eran mujeres, sino enfermas mentales o extendidamente conocidas como locas. Más recientemente, lo que les pasaba a las mujeres no tenía nombre clínico, y aunque no fuera aislado, simplemente estaban malas de los nervios. A estas mujeres se les ha visto con pena o con sorna, pero nunca se les ha visto autónomas o virtuosas como todos los hombres que han salido airosos viviendo fuera de los bordes del comportamiento social aceptable.
Actualmente, una de las principales taras del sistema médico a la hora de tratar la salud mental es la individualización, siendo el contexto el elemento primordial de toda esta problemática. La perspectiva psicofarmacológica genera unos regímenes de vigilancia y de seguimiento, generando a la misma vez una dependencia psicológica —según el fármaco, también física—. El resultado de esta combinación es la pérdida de capacidad de agencia, ya que en muchas mujeres se origina una limitación crónica por estar atadas a tratamientos farmacológicos. Los problemas de salud mental interfieren con el cumplimiento de roles hegemónicos y su consiguiente culpabilidad por ello, por lo que la capacidad de elegir sobre la propia vida o la toma de decisiones se verá cuestionada también por su entorno familiar, laboral o social. Sin embargo, a la hora de abordar lo que se definen como ‘trastornos mentales orgánicos’, es categórico que la capacidad de agencia es inexistente. La definición de lo que es una enfermedad o un trastorno es una problematización cultural, aunque en un mundo ultraglobalizado las definiciones cada vez están más estandarizadas. Tratamientos individuales para problemas colectivos.
En definitiva, es más que urgente una reforma en los procedimientos clínicos y nuevas alternativas que deconstruyan los problemas de salud mental. Las previsiones alientan a abogar por la salud colectiva, en la línea de la salud mental comunitaria, para poner el foco en la participación asociativa, en el entorno, en la prevención, en la rehabilitación y dándole valor a los vínculos.