nº48 | política estatal

La paz para quien la quiera

El desgarrador asesinato de Samuel Luiz, en julio, nos conmocionó y puso el foco en el aumento que las agresiones lgtbifóbicas están teniendo en los últimos años (según los datos que recoge el Portal estadístico de criminalidad del Ministerio de Interior).

En 2019 mis amigas cortaron la calle frente a Puerta Osario (Sevilla) con un cartel que decía «ESTAMOS EN GUERRA». Mis amigas ponían título a su lucha y nos alumbraban. La guerra que las mujeres sufren, la guerra que también sostenemos las disidencias sexuales por no ajustarnos a las normas de un panorama heterocispatriarcal que se disfraza bajo la modernidad capitalista, que de nosotras solo quiere nuestro dinero. Nos ahoga y legitima la violencia cada vez con menos disimulo y más dureza. Las marikas estamos en guerra.

Por si ya nadie se acuerda, el 27 de marzo de 212 en Santiago de Chile, Daniel Zamudio, un joven de 25 años, era atacado y torturado en un parque de la capital chilena hasta provocarle la muerte con un traumatismo craneoencefálico. Previo a su muerte, le dibujaron una esvástica con una navaja en la piel y quemaron colillas de cigarro sobre él. Posteriormente, en Chile emitieron una serie donde Zamudio aparecía como un joven promiscuo que tenía relaciones con señores mayor que él y a sus asesinos como víctimas de un sistema social injusto que se vieron avocados al asesinato.

Samuel Luiz, un joven «maricón» más, tan cotidiano como yo, que escribo este artículo, salió de fiesta con sus amigas una noche en la que la furia del tan sano sistema heterocispatriarcal lo torturó con una brutal paliza en varios ataques que duraron en torno a unos seis minutos. A Samuel también lo mataron.

Las amigas de Samuel salieron en televisión narrando el desconsuelo, los hechos, las palabras de «maricón de mierda», el vacío y el trauma que se les ha quedado para siempre. Las marikas que vimos esas imágenes vimos en esas amigas, a todas nuestras amigas, llorando por nosotras, en un hecho sin vuelta atrás, en una desaparición sin lugar a una prórroga, en una brutalidad de película encarnizada en su piel. Mientras tanto teníamos que seguir discutiendo en nuestros trabajos, en la calle o con nuestras familias si lo habían matado por ser maricón.

La posibilidad de que te puedan matar un día cualquiera en la calle por mostrar libremente con quién te gusta acostarte o de quién te enamoras es una razón de suficiente peso para que actives el «ve con cuidado», para que ocultes un poquito tus formas de contarle a todos quién eres, para que temas por ti y por tantos otros que quieres.

Pero quería contarles algo sobre esta guerra de la que hablaba al principio. Los maricones libramos una guerra toda nuestra vida, no digo que sea ni peor ni mejor que otras que se han de librar, digo que es la nuestra y que entre tantas cosas el lavado rosa que el capitalismo ha hecho con nuestra sexualidad hace que hayamos pensado que nosotras ya estábamos a salvo. Como si ya pudiéramos respirar tranquilas porque ya nos dejan casarnos y adoptar. Ya esta sociedad nos tolera. Bueno, en realidad, lo que la sociedad nos deja es que consumamos, que compremos viajes para gays, vayamos a hoteles gays, salgamos en discotecas y festivales gays, utilicemos apps gays y todo al módico precio de estar cada vez un poquito más «atontadas», más vacías de rabia, más conformistas, más entretenidas, menos organizadas, más drogadas y mucho más solas.

De repente ¡pum!, resulta que la muerte de Samuel nos saca unos llantos a borbotones cargados de cansancio, de heridas mal cerradas, de traumas, de hartazgo de librar batallas. La de la niñez con el primer «maricón» en tu cara, la de contarlo o no en casa, la del «no lo parecías», la del hetero que te gustaba en el instituto y nunca nadie lo supo, la de serlo en el entorno laboral, la de esconder la pulsera con la bandera en el gimnasio, la de las bromas del jabón en las duchas, la del novio hetero de tu mejor amiga, la del coche que pasó y nos gritó. Todas esas que las hemos normalizado y las llevamos como mochilita en la espalda sin decir nada a nadie, porque en el fondo pareciera que hasta nosotras nos hemos creído lo de «no tenemos de qué quejarnos», nos hemos creído «que ya está todo hecho». Hemos dejado que el mercado rosa gane, que el amor romántico gane, que las drogas ganen y así nos hemos ido quedando cada vez más solas, más distraídas y expuestas.

Harvey Milk dijo que, si algún día una bala lo alcanzaba, ojalá sirviera para abrir las puertas de todos los armarios y ¿saben cuál es la pena? La bala alcanzó a Harvey, pero antes ya había alcanzado a Lorca, y más tarde mató a Zamudio y asesinó a Samuel. Y aunque muchos armarios se hayan abierto, las balas siguen a punto de ser disparadas contra nosotras en cualquier momento y no debería haber paz para quien nos apunta con esa arma.

Si olvidamos quién porta el arma, quién se lucra con nuestra sexualidad, quién nos da «gato por liebre». Si olvidamos que solo organizadas podremos sostener esta resistencia, que solo nosotras podemos dar voz a nuestra disidencia, si apagamos nuestra potencia, nuestra mirada, nuestra energía de multiplicarnos, de abrazarnos, de protegernos, de ponernos voz, cara, de llenarnos de historia, estaremos siempre en riesgo, en vulnerabilidad, amenazadas de muerte.

Por eso, igual que mis amigas ya afirmaron con tanta rotundidad aquel 8 de marzo con aquel cartel, nosotras no deberíamos olvidarnos jamás: estamos en guerra.

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