Toda buena siesa que se precie es dura, garbanza sin remojar. Cuando la ronda algún dolor se hace un caldo de pollo con fideos, se echa una yema de huevo y solucionado. Esto vale para el dolor físico, porque los dolores del alma ni existen. Hace tiempo que están censurados. El camino al dolor se cortó en su adolescencia cuando entendió que el mundo tenía demasiada pena arrastrada como para dejarse avasallar. Así que tapió el corazón y relegó la emoción a la parte más oculta. Por lo tanto, ella nunca necesitó ser consolada, no hacía falta. Había mutilado sin pudor cada sentimiento que pudiera tocar el centro de su ser. De esa manera pudo convertirse en siesa perpetua, emperatriz de los eructos, campeona del autocontrol. Apretaba el culo ante cualquier situación que pudiera desbordarla y transformaba la congoja en ardentía estomacal. Todo este modo de obrar supuso un entrenamiento marcial al que se entregó de cabeza en pos de lograr ser la mejor y más dura siesa de todas las siesas que han existido a lo largo de la historia.
Un día paseaba por la Caleta mirando mal a la gente. Le encantaba mirar mal a la gente en general, con reproche y superioridad moral. Era uno de sus pasatiempos favoritos, por eso le gustaba tanto la gente de la Cúpula de Lisergia. Eso y poner la oreja, arte sutil con el que conseguía dirigir el foco auditivo en la dirección precisa, fuera la que fuese. Ese día atardecía en la Caleta y ya hacía demasiado frío como para que ningún ser viviente paseara a deseo. Por eso escuchó aquella conversación con tanta nitidez. Fueron los únicos sonidos capturados por aquel oído-antena, además del de las gaviotas que, por cierto, parece que siempre se están cagando en todo.
Un grupo de chicas charlaba con cierto aire de solemnidad. «Míralas, que místicas», pensó para sí la siesa, y achuchó un poco más la oreja con tan mala suerte que no se percató del musgo caletero. Un sonoro catacroc hizo que el grupo de chicas dirigiera la mirada hacia ella. Sin mediar palabra se fueron acercando. La más rápida le dio la mano para auparla. Otra la ayudó a sacudirse. La siesa temblaba del tremendo carajazo, tan blanca como la prota de Crepúsculo, que parece que está mala con la regla siempre. Entonces una de ellas la abrazó. Ese abrazo abrió del todo una puerta tapiada desde la adolescencia, llena de abandonos y rechazos de quienes debían quererla y cuidarla. Desfiló de una vez todo el dolor. La siesa se encogió ante el abrazo que pasó a ser colectivo y comenzó a llorar lágrimas raras, como de pozo seco. Luego se hizo caudal y ya soltó lo más grande, mientras rugían las gaviotas, que eran una cabronas y no tenían piedad por nadie.
«Te hace farta llorá, suértalo to», dijo una de ellas, y la siesa se dejó sentir, achuchar, mostró la vulnerabilidad sin miedo, llorando sin vergüenza, a pesar de los chorreones de mocos. Rularon los pañuelos y las birras. También algún canuto que ella pringó al fumar. Pero daba igual, estaba completamente invadida de ternura.