nº31 | ¿hay gente que piensa?

Garbanzos en remojo

Cuando me vine a vivir a Sevilla tenía 17 años y mi madre me dio el cuaderno negro. Once años antes, se lo había dado a mi hermano Ignacio, el mayor de los cuatro, cuando se fue de Cádiz a Málaga a estudiar. El cuaderno negro, una libreta con el logo antiguo de Telefónica, contenía la base de la cocina de mi madre, que sería también la de mi abuela Paci, la de mi bisabuela Cándida, y así hasta un infinito de sabores, olores y maneras de hacer. Hace unos años se lo devolví a mi hermano convencida de que le encantaría tenerlo. El cuaderno negro tiene escrito al comienzo, entre otras cosas:

Cocinar siempre con poco fuego.

Mejor lo hervido que lo frito.

No olvidar verdura cruda y la fruta.

Muchas recetas están ahí escritas. Nada exótico, ninguna elaboración complicada, ningún ingrediente que no vayas a encontrar en cualquier sitio, comidas para el día a día. Potajes, brócoli, pollo en salsa, puchero o cremas. Ni hablar de espelta, quinoa, arroz integral, tahín o mil ingredientes que ahora son cotidianos pero que descubrí después de haberme ido de casa, como nos habrá pasado a muchas. En casa éramos seis, platos contundentes, siempre una ensalada o pimientos y zanahorias crudas cortadas. Habas, rábanos y cebolletas también en el centro. Agua y mucho pan, para mojar, para rebañar y para comer solo. Media barra caía antes de sentarnos a comer. No estoy segura de si era muy alcalino aquello. Lo del pan supongo que no y tampoco ese gusto por mezclar hidratos y proteínas (lo que viene siendo unas papas fritas con huevo), pero había un sano y delicioso equilibrio basado en el sentido común de mi madre.

Comíamos potaje dos veces en semana sin importar si era invierno o verano. Habichuelas y garbanzos metidos en remojo la noche antes. La espuma blanca a la mañana siguiente, tirar lo que no caía, lo que flotaba y el ritual de las lentejas, que se repasaban en la mesa por si había piedras. Cuando cocino, mi cuerpo repite movimientos grabados.

Hace unos días que me levanté con el frío metido en el cuerpo y muchas ganas del primer puchero de la temporada. Fui al mercado a por los avíos. Encontré de todo, menos garbanzos en remojo. Recorrí todos los puestos preguntando hasta que, en uno, me dijeron: «en este mercado ya solo los vende ella, y hoy no tiene. Ya todo el mundo los compra de bote cuando olvidan remojarlos el día antes». Acabé en el ultramarino de mi calle que sí que tenía. Garbanzos gordos, tiernos y cremosos. «Cada vez se venden menos, se usan los de tarro», me dijo mientras me cobraba.

Si no hay garbanzos en remojo, no es mi revolución. 

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