Flygskam es una palabra sueca que designa la vergüenza que se siente al montar en avión. En inglés, podría formarse uniendo los sustantivos flight y shame. Este neologismo, popularizado a partir de 2018, es la bandera de todo un movimiento social en el norte de Europa que se opone a las emisiones de CO2 causadas por la aviación. Los efectos de esta marea semi-individual, semi-organizada son muy reales y se han registrado bajadas cercanas al 10% en los vuelos interiores en los países escandinavos, donde el tren está, en cambio, en pleno auge.
Todxs recordaremos, sin duda, a Greta Thunberg surcando el Atlántico en velero para acudir a la Cumbre del Clima de Madrid de 2019… pero los suecos conocían ya de antes a Maja Rosen, una activista ambiental que en 2008 decidió dejar de volar. Desde aquel momento, empezó a concienciar a su entorno sobre el carácter insostenible del vacacionismo nórdico, adepto de destinos como España, Italia o Tailandia. Convencida que lo personal es político, Rosen viene argumentando en sus charlas y entrevistas que el deseo es gregario: si todas vemos a nuestros amigos viajar en avión, naturalizamos este hábito. Por el contrario, basta con que una amiga nos diga, cual vegana entre carnívoros, que ella no viaja, para incomodar y alterar nuestros automatismos.
En mi caso no fue un amigo quien provocó el cambio de costumbres, sino la pandemia. El confinamiento y sus prohibiciones me ayudaron a darme cuenta del despropósito que era volar cada tres meses. Ya fuera por trabajo o por vacaciones, algún viaje acababa apareciendo en el horizonte… hasta que, de repente, se detuvo todo y me invadieron unas náuseas al pensar en esa bulimia aeroportuaria. Fue justo en ese momento cuando mi compañero en el colectivo dos spotters, Ricardo Campo, me habló del flygskam. Y, aprovechando una convocatoria llamada «Desvío» impulsada por el espacio de residencias artísticas Planta Alta, decidimos transformar este sentimiento de vergüenza sobrevenido en un proyecto de investigación y acción y en un cambio de hábitos duradero. Parte del trabajo pudo verse en la muestra Spotting the tourist que llevamos a cabo en el marco del Festival FACBA 22 y para la cual contamos con el apoyo gráfico de Ricardo Barquín Molero.
Los primeros hallazgos fueron estadísticas que echaron nuestros privilegios por tierra. Frente al discurso de que «el low cost ha democratizado la aviación», averiguamos que cerca del 85% de la población mundial jamás ha cogido un avión; que, en un año estándar, solo vuela el 3% de la población mundial; e incluso que el 50% de los gases de efecto invernadero emitidos por la aviación son imputables a únicamente el uno 1% de terrícolas. De la jet set de los años 60 habremos perdido lo chic, pero a la vista está que seguimos bien inmersos en ella.
Lo que ha cambiado, ciertamente, respecto a esos glamurosos años, es la situación climática. Y es que la aviación contribuye en torno al 2-3% de las emisiones totales de gases de efecto invernadero. A esto hay que añadirle el efecto calorífero extra inducido por las estelas de condensación que los aviones dejan a su paso. Esta cifra puede parecer pequeña, pero es colosal. De hecho, cuando, en lugar de presentarla agregada, se individualiza esta cifra, los científicos llegan a una conclusión muy contundente: de entre las actividades que hacemos los humanos del capitaloceno, no hay nada más contaminante en términos de carbono que volar en avión. Un vuelo interoceánico equivale a todo el CO2 de que dispondríamos si se repartiera de forma proporcional por persona y año. No nos quedaría pues capacidad para desplazamientos cotidianos, para alimentarnos, calentarnos ni para juntarnos a bailar en una sala de conciertos.
Sobre todo, argumentan los ecologistas, es profundamente injusto que una actividad de élite tenga un impacto planetario tan tremendo. Cuando empezamos a preguntarnos ¿tiene la población mundial que soportar la huella de carbono de los viajeros privilegiados?, el asunto se pone interesante.
Es en ese momento cuando vemos de forma concreta que la (hiper)movilidad es un privilegio de clase, económico, de pasaporte, de género, etc., y empezamos a poder preguntarnos: ¿puede existir una justicia espacial? ¿Una justicia del movimiento? ¿Quiénes se hacen cargo de los impactos ecológicos, sociales, políticos de la acelerada movilidad de unos pocos? Sobre todo, se abre un camino para reevaluar el sentido del viaje. No es lo mismo un ejecutivo británico, que trabaja en la City y se va en avión cada fin de semana a teletrabajar a Málaga, que una estudiante española de clase media de Erasmus en París o que una trabajadora doméstica migrante afincada en Madrid que vuelve a su país cada 5 años. Los impactos climáticos de un vuelo podrán ser parecidos, pero el CO2 acumulado por persona a lo largo de la vida, y la razón de ser de esta quema de combustible, ciertamente no lo es.
Por ello, activistas de la red Stay Grounded —hoy por hoy la más avanzada en el campo de la aviación— proponen una tarificación adaptada: que cuanto más volemos, en distancia, y sobre todo, en frecuencia, más caro resulte el billete. Esta fiscalidad verde buscaría desincentivar y corregir hábitos de hiperconsumo turístico, además de recaudar fondos para financiar la transición ecológica de nuestras economías. Entre las medidas que defiende esta red también se encuentran, como era de esperar, la fiscalidad del queroseno, que, por razones históricas, es poco gravosa. También, imponer una moratoria sobre la ampliación de infraestructuras aeroportuarias y evitar que la flota de aeronaves se multiplique por dos de aquí a 2050, que es el escenario deseado y previsto por las aerolíneas. Por último, Stay Grounded no menosprecia la importancia de un cambio de mentalidad respecto a la aviación, acompañado de la promoción de otras formas de viaje, ocio y turismo. Mientras Rosalía y Tangana cruzan mensajes encriptados «con altura», nosotras tenemos que aprender a amar la bicicleta.
Y es que esta red no atiende solo a los efectos del CO2 sobre el clima, sino a las formas culturales del consumo de viajes o del trabajo internacional. Su lema nos quiere con los pies en la tierra, como los topos, y no desperdigados por un paisaje turístico que desfila a toda velocidad, cual decorado despojado de buen vivir a golpe de Airbnb, Starbucks y Ryanair. Puede que en castellano no tengamos todavía palabra, pero la sintomatología flygskam sí que parece haber llegado para quedarse.