nº24 | desmontando mitos

Ensucia, emborrona y da hedor

Históricamente, desde posiciones disidentes, se han atacado a todas las instituciones hegemojónicas que participan en la perpetuación del sistema heteropatriarcapitalista en el que vivimos. Nos hemos rebelado contra el Estado, contra la Iglesia y su institución machimonial y contra explotadores y usurpadores de los medios de producción: «¡Ni dios, ni Estado, ni marido, ni amo!». Sin embargo, me llama mucho la atención el caso de una institución que parece gozar aún de cierto prestigio: ¿quién no ha escuchado a alguien que se declara de izquierdas decir: «esa palabra no existe, no está en el DRAE» o «eso está mal dicho, porque lo dice la RAE»? Me dan escalofríos al escuchar a compañeras cometiendo una falacia de autoridad al invocar a una institución, en palabras de Silvia Senz y Montserrat Alberte: «nepótica, machista, prepotente, nacionalista, conservadora y clasista». De modo que voy a intentar que nadie tras leer este artículo vuelva a nombrar a la RAE si no es para atacarla y desprestigiarla.

La RAE fue fundada en 1713 por una piara de hombres de muchos y rimbombantes títulos (in)nobiliarios, siendo al año siguiente acogida bajo la protección de Felipe V de Bourbon. Según sus fundadores, el objetivo era «fijar las voces y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza» y estar «al servicio del honor de la nación».  En contraprestación al servicio desempeñado para la corona, los nobles/académicos gozaban de ventajas jurídicas reservadas para la «servidumbre de la Casa Real». Estos orígenes deben dejar bien a las claras la calaña de esta suerte de tertulia literaria monárquico-burguesa con sillones. En los primeros años de actividad se dedicarían a fijar los discursos de los poderes hegemónicos (católicos, españolistas, imperialistas, autoritarios, machistas, etnocentristas, racistas, colonialistas, clasistas, etc.) a través de su, nada humilde pero muy explícitamente titulado, Diccionario de autoridades, que sirve de base para todos sus posteriores diccionarios.


Las críticas de distintas autoras durante los dos primeros siglos de vida de la institución fueron variadas y llamativas, desde Larra llamándolos animales que se creen con derecho a decidir lo que significan las palabras y que dedicarán su vida a «hablar de cómo se ha de hablar», hasta García Lorca, que llamaba a los académicos «los putrefactos». Sin olvidarnos de la famosa leyenda que cuenta cómo Valle-Inclán se meaba en la puerta de la academia cada vez que pasaba por delante de su sede.

Tras el golpe de estado y la instauración del fascismo en el Estado español, el papel de la Academia se torna incluso más servilista para con el poder. Los fascistas, con los nazis como maestros, sabían muy bien sobre el poder de la palabra y la propaganda para ejercer un control efectivo del pensar de los dominados, y un diccionario es un arma perfecta para ello. Sin ir más lejos la definición que se leyó en el mierDRAE hasta el año 1984 de marxismo era «doctrina de Carlos Marx y sus secuaces». Durante los años del franquismo la cacademia se comenzó a llenar de literatos, siempre hombres que, o eran directamente fascistas, o le hacían el juego al fascismo a cambio de un sillón.

Afortunadamente, además de ese panfleto fascista de formato bíblico que mal llamaban diccionario, María Moliner, mujer y para colmo roja, tuvo a bien completar en solitario y de manera autónoma en 1962 el que algunos entendemos como el mejor diccionario jamás escrito. Seguramente, si hubiera sido un fascista llamado Mario, lo hubiesen encumbrado a los más altos altares de la lengua y literatura patria(rcal), pero como se llamaba María rechazaron su ingreso en la Academia con el famoso veto de don Camilo, que cínicamente escribió: «La ocasión de la primera mujer académica creo que es mejor producirla en tiempos de menos barullo».

Esta actitud tampoco es sorprendente, dado que la RAE había rechazado en su historia todas y cada una de las candidaturas de mujeres que había recibido. Especialmente llamativos fueron los casos de la cubana Gertrudis Gómez y de la gallega Emilia Pardo Bazán, a la que llegaron a rechazar hasta tres veces por la explícita razón de que «las señoras no pueden formar parte de este instituto». Sin embargo, el bochorno histórico del caso de Moliner fue tan escandaloso, que poco tiempo después de su rechazo la invitaron a unirse a la ascademia, invitación que María elegantemente declinó. Ante este hecho, la Academia aceptó a Rosa Chacel en 1978,  pretendiendo que el ingreso de una mujer que venía del exilio lavase la cara a una institución históricamente machista y que había apoyado sin fisuras al fascismo.

Hoy la caspademia, con dicho historial a sus espaldas, se nos vende como una institución inocente, neutra y transparente, donde se reúnen nuestras cabezas mejorpensantes y nuestras almas más sensibles y profundas, una suerte de consejo de sabios y demócratas de toda la vida que no hacen sino traernos bondades que para nosotras, pobre plebe inculta y asilvestrada, serían sencillamente inalcanzables. Más concretamente limpian, fijan y dan esplendor. ¡Nada menos! Es que eso de ir bayeta en mano yendo de pueblo en pueblo limpiando la lengua que nosotras hemos dejado hecha una porquería es un trabajo imprescindible y hercúleo. Porque claro, sin una institución que medie en los procesos comunicativos, es bien (que mal) sabido que esto sería un caos lingüístico y nos convertiríamos irremisiblemente en una Babel ingobernable donde muy pronto nos estaríamos comiendo las unas a las otras crudas y sin sal.

Afortunadamente tenemos muchas evidencias que apuntan en la dirección contraria. Las sociedades no necesitan de ninguna institución que regule, ni limpie, ni fije, ni de esplendor a una lengua, esas tareas ya las autogestionan las hablantes. No se necesitó una RAE para configurar el latín, ni para evolucionarlo a las lenguas romances, las hablantes lo hicieron. No se necesitó una carcademia para conferirle calidad de existencia a ninguna palabra. Estas existen desde que alguien las escribe o las usa, no desde que una institución las recoge. Y, por supuesto, no se necesita a una institución para determinar si cuando mi vecina me dice «armerfavó, verme ar tramarino a por uno shoshito» está bien o mal dicho. Soy únicamente yo, la oyente, la que lo determina cuando entiendo o no lo que está diciendo. Y ya puede patalear la RAE lo que le venga en gana, que yo con mi vecina me entiendo perfectamente sin la necesidad de ningún prescriptivo mediador.

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