Tras los sucesos del pasado 24 de junio en Melilla y Nador, reflexionamos sobre la falta de investigación, judicialización y reparación, e insistimos: nos duelen las muertes, las heridas y las desapareciones, pero, sobre todo, nos indignan y repugnan las políticas migratorias que las causaron.
De las aproximadamente dos mil personas que intentaron saltar la valla por el Barrio Chino (Melilla) el pasado 24 de junio, solo ciento treinta y tres lograron quedarse en la ciudad. Llegar, llegaron muchas más. No hay un número oficial, pero muchas lograron pisar suelo español y, desgraciadamente, quedaron enterradas bajo las concertinas, los gases lacrimógenos y las pelotas de goma.
La prensa alertó aquel día, como si de un fuego se tratara, de una amenaza para Melilla y, por extensión, para España. Pero las verdaderas víctimas eran personas de origen sudanés y chadiano, países con una profunda inestabilidad social y política, episodios de violencia, y azuzados por periodos de sequías y hambruna que arrasan con los más vulnerables. Y España no cumplió sus obligaciones legales en materia de derechos humanos al impedir cualquier tipo de identificación de perfiles vulnerables, potenciales solicitantes de asilo y menores de edad, entre otros.
La brutalidad policial ejercida por parte de los cuerpos y fuerzas del Estado, tanto del español como del marroquí, avivó el fuego de aquel intento de salto, que provocó la muerte de entre 23 y 45 personas. Se constató el lanzamiento de botes de humo por parte de la Guardia Civil hacia las personas que se encontraban en la valla, lo que generó gran peligro y la caída de muchas de ellas. Las fuerzas marroquíes también fueron mucho más violentas de lo habitual: personas malheridas, algunas inconscientes, apiladas en una explanada sin ningún tipo de asistencia médica, agua o comida.
Los testimonios de las personas que consiguieron quedarse en Melilla nos relatan la violencia sufrida, el encierro y la incomunicación en el CETI y la falta de transparencia sobre la situación de sus camaradas. Nos hablan del acoso policial en los campamentos cercanos a Nador los días previos, las avalanchas que se produjeron en las inmediaciones de la valla y que acabaron con la vida de sus camaradas los traslados forzosos en autobuses hacia el sur de Marruecos, donde se les incautaron los teléfonos móviles (y a algunas también la ropa y los zapatos), para después ser abandonadas en ciudades como Beni Melal o Ouarzazate a su suerte.
Por desgracia, no es la primera vez que España y Marruecos se coordinan para repeler un intento de salto en la valla, ni que Marruecos utiliza la violencia de forma desmedida para defender territorio español. No es nuevo que España devuelva de forma ilegal a personas que ya han conseguido entrar en su territorio, ni lo son los traslados forzosos en buses al desierto. ¿Por qué, entonces, debemos seguir hablando de lo que pasó el 24J? Porque es la prueba definitiva de un cambio de etapa: el Estado español ha virado definitivamente hacia una lógica securitaria y de control de las migraciones, ha abandonado todo enfoque de derechos humanos.
Para analizar este cambio de rumbo es interesante comparar la naturaleza y el tratamiento de los intentos de salto que ha habido antes (marzo) y después (junio) de la firma de acuerdo bilateral del 7 de abril de 2022. En comparación con los saltos de marzo, el número de ataques previos a los campamentos del bosque Gurugú fue mucho mayor en junio. El reducido número de personas que finalmente llegaron al CETI en el salto de junio y las cifras de muertes, heridas y desapariciones reflejan los esfuerzos realizados por Marruecos para contener a las personas migrantes.
Ante estos datos, acompañados de imágenes y testimonios que gritan más dolor del que podemos expresar con palabras, los responsables políticos directos se congratulan por el trabajo «bien resuelto», con escasas menciones ni muestras de luto por las personas asesinadas en la frontera. Mientras tanto, la Unión Europea respalda esta actuación. Es más, lejos de hacer autocrítica, España utilizó lo ocurrido como argumento a favor de seguir militarizando y controlando, aún más, la frontera Sur. Se usa de chivo expiatorio a unas supuestas mafias que controlan el tránsito migratorio que, si bien está confirmada su existencia en la vía marítima, no tienen ninguna relevancia en la vía terrestre. El salto a la valla es el camino utilizado por quienes no tienen ninguna otra manera de alcanzar Europa, es decir, los que no tienen medios para pagar el pasaje en patera. Este sesgo de clase es una muestra más de las lógicas asesinas que azotan los flujos migratorios actuales.
Podemos decir, entonces, que el fuego del pasado 24J es consecuencia de la verticalización de las fronteras, proceso por el cual la línea fronteriza deja de ser física para convertirse en simbólica, desplazada cada vez más al sur, y que usa a los países del sur global como elementos de control y freno fronterizo a la UE. Por eso, España puede permitirse el lujo de congratularse por lo «bien resuelto» de la situación, en una miopía cómplice y estéril que no va a servir para frenar los flujos migratorios ni, desde luego, hacerlos más seguros. Si seguimos con este enfoque, lo único que conseguiremos será elevar la cifra de muertes tanto en la valla como en el mar. España cede así al chantaje de Marruecos, que usa la migración como moneda de cambio, acalla voces que piden justicia y reparación, e ignora la opción de cambiar el modelo de control migratorio, aliviar las lógicas de securitización y mejorar nuestro sistema de acogida para que, quien quiera llegar a España, pueda hacerlo en condiciones seguras, legales y dignas, y desarrollar su proyecto migratorio.
España despertó el 24 de junio con alarmas de fuego en la frontera melillense, sin darse cuenta de que las personas que realmente se encuentran dentro del fuego huyen del infierno que son los países de origen y los de tránsito. Mientras tanto, las voces cómplices de sus muertes siguen señalando el humo de la invasión para justificar políticas asesinas. La conciencia social de nuestro país necesita disipar el humo para atajar el fuego y dejar entrar a los supervivientes.