nº39 | farándulas

El poder y la cultura

Existe cierta unanimidad sobre la importancia social del arte y la cultura. Parece que todxs, con matices, estamos de acuerdo en que sus manifestaciones son bienes que debemos preservar y fomentar, porque sus diferentes expresiones —la lengua, los usos y costumbres, la manera en la que concebimos nuestras relaciones personales y sociales, las formas artísticas o las del conocimiento, la manera de vestir o de alimentarnos— conforman nuestras vidas y, aunque también sean ámbitos de confrontación y antagonismo, nos constituyen como seres humanos capaces de convivir en comunidad.

Para poder entender y combatir la actual deriva neoconservadora mundial y el resurgir de la extrema derecha en toda Europa, no debemos pasar por alto que la educación, el arte y la cultura son campos dialécticos de sentido, muchas veces contrapuestos, donde se dirimen formas muy dispares de existencia. Cuando proclamamos de manera bienintencionada sus valores abstractos, desde una visión idealista, olvidamos la peor cara de sus formas específicas más opresoras.

A lo largo de la historia, el arte, la cultura y la educación, nos han aportado herramientas para ayudarnos a pensar el mundo, para transformarlo y mejorarlo, pero también han sido poderosas y peligrosas armas para perpetuar el fanatismo y la intolerancia. El franquismo, el fascismo, el nazismo y el estalinismo, lo tenían claro, por eso utilizaron también el arte y la cultura para imponer su ideología de orden y autoridad. En este sentido, cualquier cambio político de las estructuras de poder puede estar condenado al fracaso si no está acompañado también por una transformación de las sensibilidades culturales que animan el conjunto de la vida. De hecho, aunque casi ningún líder político hable sobre cultura de forma específica, la mayoría la enarbola con orgullo genérico, como seña de identidad y marca nacional. Por ejemplo, cuando Santiago Abascal dice que VOX ha llegado a las instituciones para producir un cambio político, suele añadir cultural y lo hace pensando en que la cultura puede ser una de las mejores armas para terminar con las ideas progresistas que él identifica, sin matices, con doctrinas de izquierdas, en las que incluye, por supuesto, a cualquier ideología que no comparta su ideario totalitario.La propia imagen que proyecta de sí mismo es un amplio catálogo de esas formas culturales que pretenden restaurar: virilidad dominante, orgullo de raza, nacionalismo y militarismo patriótico a ultranza, antiliberalismo intelectual… características todas ellas que, sin ningún reparo, les hacen proclamarse admiradores de las grandezas y la superioridad del viejo Imperio español y, por supuesto, como no, de las bondades ideológicas de la dictadura franquista. Una superioridad que, en el caso español, se enarbola desde una supuesta identidad grecorromana, latina y cristiana —ultracatólica—, que se concibe desde la construcción de un imaginario racista que necesita enemigos internos para proclamar la primacía de los españoles al son del «nosotros primero». Este españolismo nacionalista, mítico, étnicamente homogéneo y antieuropeísta que defiende VOX supondría el menosprecio de cualquier forma de expresión cultural o lingüística diferenciada de muchxs ciudadanxs del Estado, porque defiende una comunidad uniforme, en un territorio indivisible, un «pueblo» homogéneo con una sola cultura y religión y, desde luego, una lengua: el castellano. De esta manera, ese racismo naturalista que VOX enarbola encuentra en los migrantes el chivo expiatorio de los males económicos del país y de su decadencia cultural.

En sentido totalmente contrario a esa lógica xenófoba, Giorgio Agamben, en Arqueología de la política (2019, edición en catalán Ed Arcadia), cita a Shlomo Pines, autor de El desarrollo de la noción de libertad (1984), que ha formulado un interesante teorema para definir la identidad de los pueblos o la identidad cultural:

En general, cualquier cultura, en cualquier momento de su historia,
se construye siempre en combinación y en relación con otros pueblos y culturas diversas. Por lo tanto, la cultura que se crea en un momento determinado no es nunca una única cultura, sino que está, en cambio, constituida por el complicado encaje de las relaciones entre diferentes culturas. Así pues, cuando se habla de la identidad no se debe olvidar que se trata de una realidad temporal y discontinua. Esencialmente discontinua.

Con ello Pines invierte el enfoque habitual de los historiadores que, en general, consideran la realidad (judía, española, italiana, etc.) como un hecho y su desarrollo histórico como un problema. Pines, en cambio, considera que el desarrollo histórico discontinuo es un hecho y que la identidad es el problema. Pienso que esta inversión metodológica es muy importante para poder entender la cultura como un proceso en tránsito y no como una unidad de destino tal como la plantea la extrema derecha. Unx solo es unx mismx gracias y a través del cambio, del mestizaje, de la mezcla. Por tanto, el sujeto y la nación no serían sino ficciones normativas que buscan clausurar los procesos constantemente cambiantes de una multiplicidad de fuerzas heterogéneas, irreductibles a una única identidad, una única lengua, una única cultura o un único nombre.

En la misma lógica identitaria que VOX propone para la cultura nacional, los homosexuales, lesbianas o transexuales serían tratados como otras figuras de la antirraza; representarían la encarnación de una moral débil y el triunfo de las costumbres antinómicas de la virilidad que, en esencia, siempre es misógina y xenófoba.

No hay duda de que esta extrema derecha defiende la vuelta al orden patriarcal con el deseo de volver a convertir a las mujeres en sus «fieles aliadas y esposas». VOX asume una visión machista del mundo en el que las mujeres deben ocuparse, casi en exclusiva, de la reproducción y cuidado de la familia y, por consiguiente, de la expansión de la raza.
En definitiva, modelos de gobierno autoritarios que se apoyarían en el exceso de autoridad de las fuerzas de orden público y en el abuso judicial, con el menoscabo de nuestros derechos y la militarización de la sociedad, no solo aumentado el poder del Ejército, también permitiendo el uso particular de armas. Nuestra libertad, o lo que quede de ella, la pagaríamos con un aumento de todo tipo de medidas de control, censura, vigilancia sin restricciones y arbitrariedad ejecutiva. La discrepancia política y la libertad de expresión serían cercenadas y todxs tendríamos que comportarnos según los valores de ese nuevo orden. Una dictadura en toda regla.

*El texto completo puede leerse en el blog del autor

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