nº49 | tema que te quema

EL COMPÁS INVISIBLE

Es un no parar. Raro es el mes en el que no se publica un libro sobre los verdaderos orígenes del flamenco, que algunos encuentran en Damasco y otros en la escuela bolera. Rara es la semana sin que alguien reivindique el cante como una de las esencias de su patria, que puede ser Andalucía, España o una nueva república cantonal. Raro es el día sin un arrebatado tuit que da por sabido el expolio hondo de los payos a los gitanos y pasa a explicar cómo fue el supuesto proceso: tal día nos quitaron este acorde; una semana después, la forma de tocar las palmas.

Debe de ser emocionante sentirse parte de algo así (una epopeya, una patria, un pueblo, una cultura, una raza…) y sumar tus pulsiones personales a un caudal antediluviano. El problemilla, en lo que al cante y su historia se refiere, es que muchas de esas personas suelen erigirse en interlocutoras desde el papel de víctimas (aunque lo sean, acordemos que uno no es víctima todo el rato ni en todas las discusiones), y esa es una circunstancia que nos ha desarmado en los debates teóricos a los que (parece ser que) no lo somos, porque siempre hemos preferido equivocarnos o callar en favor de las víctimas antes que en contra de ellas. Así que en el flamenco, henchidos de solidaridad y sentido de la reparación histórica, hemos acabado tragando gigantescas ruedas de molino musicológicas.

Porque a ti te dicen «me han robado el flamenco» y respondes «coñe, pues vamos a intentar devolvértelo». Te cuentan que el cante forma parte del corazón de una nación oprimida y te emocionas porque lo reivindiquen como un artefacto libertador. Te explican que Ziryab inventó la guitarra flamenca, pero que nos lo han ocultado en favor de don Pelayo, y te sientes inevitablemente furioso con el segundo y embriagado por el primero. Cada una de esas reacciones quizás te conviertan en mejor persona, pero contribuyen, de forma paradójica, a seguir socavando la dignidad de los pueblos a los que supuestamente se pretende reivindicar porque esquivan las profundas verdades sociales, políticas y materiales del asunto. En Historia hay que cerrar la navaja de Ockham porque no, la respuesta más sencilla no es la más probable.

Convengamos, llegado este punto, en que nadie sabe muy bien qué es el flamenco, lo cual, si lo miramos con niña curiosidad, es maravilloso. El objeto de estudio que nos ocupa esquiva toda caracterización fácil, así que no es de extrañar que su esencia sea tan voluble en manos de unas y otros. ¿Cómo de importante es el sistema musical a la hora de definir el género? ¿Es más significativo, en cambio, el modo expresivo, la estética o la intención artística? ¿Ponemos el foco en el baile, antes que en el cante o el toque? ¿Dónde queda la literatura popular flamenca, tan representativa del estilo? ¿Consideramos parte fundamental del género, también, ciertas actitudes o tipos psicológicos? ¿Nos fiamos de las escasas fuentes documentales o tiramos de epistemología folclórica? Existen miles de preguntas modelo, algunas muy fáciles, que tirarían por tierra casi cualquier teoría hecha o por hacer sobre los orígenes del flamenco, y eso no puede ser buena señal. Quizás nos acusen de exceso de relativismo, pero es que hay que quitarle cierta solemnidad a los que explican la cuna del cante porque, de partida, ya saben qué es el flamenco, ¿no os parece?

Además de desconfiar de toda certeza, sin embargo, también podemos animar el debate con aportaciones que ayuden a comprender el contexto en el que nació el flamenco (lo que quiera que ello sea) y que conduzcan las miradas, de paso, hacia la realidad social de sus pueblos protagonistas. En este sentido, nos vemos obligados a fajarnos en un terreno demasiado prosaico para lo acostumbrado en el mundillo, porque tenemos que hablar de dinero. Dinero como papel moneda de toda la vida, como salario y como necesidad; pero también dinero como metáfora de las dinámicas de clase que subyacen en el flamenco, como recordatorio de los usos de la sociedad capitalista en la que nació y como símbolo, aunque simplificador, de los tipos de acercamientos que echamos en falta a la hora de hablar de la historia del cante: el materialista, el político, el desmitificador.

Una mirada de este cariz, por ejemplo, no desdeñaría que el flamenco, género cristalizado en el siglo XIX, es hijo de un sociedad proto-industrial que se reprodujo en otros sitios al mismo tiempo y que parió productos similares. El jazz, el tango o el fado son músicas populares urbanas que beben de unos pueblos y unas tierras, por supuesto, pero que nacen a la vera de grandes puertos mundialmente conectados, repletos de una nueva clase social, el proletariado, que trasegaba mercancías y culturas, que consumía alcohol y arte, que necesitaba alegría y consuelo. Para entender el sustrato flamenco, pues, podemos mirar a Nueva Orleáns, Buenos Aires o Lisboa, y sumar a la investigación otros productos que surgieron para dotar de una cosmovisión a ese sujeto en ciernes que había dejado atrás el campo y su cultura. El espiritismo, tan estrafalario ahora pero tan curioseado por los anarquistas, por ejemplo, no era más que un amago de sustituir la religiosidad tradicional por algo más moderno, científico, elevado. Ese gesto y ese contexto en el cual se sublima una artefacto sociocultural (religioso, en este caso) son los mismos que quizás lleven a transformar un fandango folclórico en un fandango flamenco. Y si todo esto parece excéntrico, que puede ser, considérese que Sevilla, Cádiz o Jerez fueron, al fin y al cabo, como las ciudades antes citadas: puertos importantísimos de una potencia colonial (en decadencia, cierto, lo cual quizás también confiera carácter), sociedades que sufrieron los embates de la industrialización y zonas donde el socialismo de diferente tipo tuvo una fortísima implantación, llegando incluso a viñas y olivares. No digo que todo ello sea más responsable del flamenco que el poblamiento musulmán de la península, pero les aseguro que no lo es menos.

Con todo, una mirada materialista sobre el origen del cante no debería quedarse solo en aspectos supraestructurales, sino leer la historia al nivel del estómago. Se ha hablado siempre, acertadamente, de que el profesionalismo fue fundamental para el nacimiento del flamenco, puesto que la competición por el favor del público (y por el destino de su dinero, por tanto) alentó las carreras creativas, los experimentos, refritos y versiones, el perfeccionamiento técnico, etc. Y es verdad, pero creo que aún no se ha puesto suficiente énfasis en el modelaje que el consumidor de flamenco realizó sobre los modos expresivos del cante, dejando a un lado su consabido filtro sancionador de palos, estilos y nuevas fórmulas. Aunque es un tema complejísimo y delicado, que espero apuntar con el respeto que merece, baste una anécdota que contaba Chocolate para plantearlo: los días que, siendo joven, se encontraba descansado porque había conciliado el sueño con la barriga llena, un señor que le compraba el cante le encontraba más frío, menos expresivo. Cuando cantaba hechecito polvo por el hambre, en cambio, su flamenco era considerado excelso y le recompensaban por ello. Ese discreto y terrible influjo de la burguesía en el arte de los pobres es rastreable en otras partes del globo, pero, en el caso de las producciones gitanas, lo he presenciado en directo en el Festival de Guca. Se trata de un rincón de Serbia donde, a buen seguro y sin ánimo de establecer paralelismos fáciles, encontramos un pliegue geográfico, civilizatorio e histórico muy similar al de la España moderna. Allí, en medio de un tremendo galimatías de naciones, razas, culturas, proyectos políticos, modos de vida y formas de honrar a dios, se desarrolla cada año un formidable encuentro de bandas balcánicas. Y allí, como al Chocolate, también pagan mejor a los gitanos más castigados por la vida que tienen un estilo más patético o estrambótico. Según me dijo uno de ellos: «si te faltan dientes, cobras más». Esos payos eslavos que tiran billetes y quieren ver al gitano que ellos tienen en mente no son muy diferentes de los señoritos y burgueses que han promulgado con sus cuartos un (maravilloso, huelga decirlo) modo expresivo muy característico.

Este berenjenal y otros similares, que así dichos pueden parecer espinosos, cuando no disparatados porque han estado ausentes en la teorización sobre el flamenco, son fundamentales para entender el cante, su historia y sus protagonistas. Por eso, si me permitís el consejo, todo el mundo debería leer La distinción de Bourdieu antes de buscar el flamenco en Tartessos. Ello redundará en una comprensión mejor de las dinámicas que mecen la cultura, en un mayor conocimiento de las gentes que nos han precedido en esta tierra y en una dignificación más honrada de los pueblos, culturas, razas, naciones y almas que han horadado el cante. El compás invisible que marca el dinero, entendido en los amplios sentidos que antes hemos comentado, está por estudiar, describir y divulgar. Entre todas podemos hacerlo. Estoy seguro de que se trata de una misión necesaria y apasionante.

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