La primavera no llega hasta que no huelo el primer azahar. De repente. ¡Bimba! Un sopapo de olor en toa la cara. Ya es primavera; y en la calle, nada de centros comerciales. El equinoccio aquí no pinta nada. La primavera es variable. Variable porque hay veces que pasa en febrero. Escuchando carnavales, en mangas cortas y oliendo a azahar. Otros años no llega hasta que empieza la rave de dios. Variable porque no llega hasta que no se siente. La primavera no es una estación. Es una actitud.
Las personas que saben de esto de la temposensitividad, como Alberto del Campo y Ana Corpas en su libro “El Mayo Festero”, dicen que las culturas agro-ganaderas tenían una concepción cíclica del tiempo. Esto es, que ajustaban sus actividades productivas y de divertimento a los cambios de tiempo y otros ciclos de la naturaleza. Lo hacían puesto que dependían de ella. Así, la longitud de los días, las diferencias de temperatura, la ausencia o presencia de precipitaciones, la predominancia de los vientos o los ciclos lunares, condicionaban las actividades agrarias o ganaderas pero también los rituales festivos que se distribuían a lo largo del ciclo anual y en relación con las actividades productivas.
Esto de la concepción del tiempo parece ser que cambia, como tantas otras cosas, a medida que el capitalismo comienza a instaurarse como ideología y modo de (re)producción. La industrialización, las tecnologías y la concentración de población en zonas urbanas, serán algunos de los factores que inicien la brecha entre lo que conocemos como el mundo rural y el mundo urbano; entre las culturas que seguían arraigadas al tiempo que marcaba la naturaleza, y las que pretendían dominarla para adaptarla a los procesos productivos, ¡qué ilusxs!
Sin embargo, este proceso no se dio del mismo modo en todas las ciudades y pueblos de Europa. La temposenstividad popular fue eliminada con anterioridad y eficacia en lugares con influencia de la ascética protestante y la razón ilustrada. Perduró sin embargo, en aquellos lugares en los que la iglesia católica optó por la estrategia, probablemente inconsciente, de jugar con los símbolos que ya existían, adaptando sus rituales litúrgicos a la temposensitividad agrofestiva pagana inspirada en los ciclos de la naturaleza. De esta forma, la iglesia consiguió naturalizar el hecho cristiano pasando a ser el orden natural de las cosas. Aunque también es cierto que, este sincretismo pagano-cristiano será una fuente de conflictos histórica entre aquellos sectores que convienen que hay que erradicar todo rastro de prácticas paganas y los que consideraban imprescindible acercarse a las comunidades usando sus tradiciones y símbolos.
Pero volvamos a la bofetá primaveral del azahar. La experiencia sensorial urbana del azahar es, desde la perspectiva de la temposensitividad, un acto que me re-engancha por un instante con los ciclos naturales, y por tanto, que me saca de la concepción lineal del tiempo impuesta a partir del advenimiento del puñetero capitalismo. Fijar la entrada de la primavera a su floración es, además de una sevillanía que me da urticaria, una formar de marcar el inicio del fin. La primavera marca el colapso de nuestras agendas con eventos, relíos y ebullición antes de que el azahar muera achicharrado. Antes del estío, de la huida a la playa, antes de emboscarse en las sombras de las persianas. Todo coincide en primavera, porque la primavera simboliza el tiempo de fertilidad activista. Todo coincide en primavera porque el verano es la muerte social de la ciudad.
El azahar es anticapitalista. Disfrutar de él, pararse a olerlo, se convierte para mí en un acto de resistencia íntima, mínima y quizás insignificante, pero la mar de agradable.