ARISTÁFANO: Senador, ¿cabe mayor majestuosidad y belleza, ejercicio de voluntad y dignidad, que detenerse bajo la nueva figura del Guerrero? Cualquiera que se asome a la plaza y observe la estatua quedará impregnado de los valores de la polis.
LITÓN: Cada ciudadano libre que se acerque no podrá más que afirmar lo que somos.
ARISTÁFANO: ¿Y qué ocurrirá, senador, con quienes no son ciudadanos libres, ante tal imagen?
LITÓN: Les quedará el miedo de lo que somos.
No busquen referencias para el fragmento del diálogo, al estilo socrático, que acaban de leer. Solo existe, y existirá, en estas páginas. Decía Milan Kundera en El libro de los amores ridículos que no hay razón para dar prioridad a los monumentos ante la vida. Y es que claro: ¿hemos probado a derribar una estatua?, ¿hemos arrastrado el cuerpo convertido en escombros de quien se erigía dominante sobre la plaza? El polvo de la revuelta parece cada vez más improbable y más desde que la heroína electrónica (Paul B. Preciado) hace sus estragos en cada cama, cada habitación, cada casa, cada barrio, cada monte, cada playa, reduciendo la inflamación contestataria del cuidado, la risa, el juego, el mientras tanto y el ya veremos al para qué, si total.
No hay inocencia cultural o histórica. Cada movimiento de la administración pone en juego la tolerancia hacia el relato hegemónico. Para erosionar el mármol, la piedra o el granito podemos encontrar vías, pero ¿y si el material es el cuerpo?, ¿cómo arrastrar los escombros de la carne para hacer político cada gesto?, ¿cómo hacer, encima, que este proceso sea un ejercicio que alivie la desesperanza?
Las palabras, cuando se transforman en conceptos y definen aquello que llamamos identidad, también se transforman en inmensas estatuas y monumentos que atraviesan nuestra forma de ver la vida. Lo mismo ocurre con el silencio: qué poca protección recibe uno de los grandes disparaderos de la imaginación y, por tanto, de la fuerza creativa y, por tanto, asidero para establecer un gran y profundo NO ante todos los abismos en los que pretenden que caigamos.
Hemos pasado muchas horas en la calle o el espacio público que pudiéramos ocupar. Y en algunos de esos lugares hemos bordeado, con más o menos cariño, otro tipo de construcción: la fuente. Y ante ella, no hemos percibido la majestuosidad, la belleza, la voluntad, la dignidad de los valores de ninguna polis. Tan solo nos hemos refrescado la nuca en verano, nos hemos lavado las manos y la cara con el respeto milenario de tal evento, nos ha servido de escenario para el juego y para los besos. ¿Podría ser esto a lo que se refería Kundera, en la cita de arriba, cuando hablaba de la vida? Colmémonos de arroyo. Más de fuentes que de estatuas. Así, al menos, aplacamos la sed. Ya veremos el hambre.