Da la impresión de que ya nos hemos olvidado de la triste labor destructora del patrimonio arquitectónico y urbano perpetrada en el centro histórico de Sevilla durante los años sesenta y setenta del siglo pasado. Fue una época malhadada en la que la ciudad perdió numerosos edificios significativos de su arquitectura civil, desde palacios hasta corrales de vecinos, por la desidia municipal, que permitió que el capital inmobiliario hiciera y deshiciera, utilizando todo tipo de argumentos espurios con el fin de procurar una transformación irrespetuosa e infame del entorno más sensible de la capital andaluza.
Para denunciar aquella situación, que se había hecho endémica, el Colegio de Arquitectos organizó en 1976 una exposición que llevaba por título «La destrucción de la ciudad». Llevada a cabo con unos medios ciertamente modestos, pero con una clara conciencia de la improrrogable necesidad de defender la ciudad de tanto destrozo inútil, la muestra consistió en una sencilla colección de fotografías de edificios ya desaparecidos o seriamente amenazados por la piqueta. No hacía falta más: el título lo decía todo. Lo que estaba sucediendo era, ciertamente, fruto de la incuria y la incultura pero, también, en palabras de Joaquín Romero Murube, una de las grandes voces críticas ante tanto desmán, de «la prisa del dinero».
Al insigne poeta no le dolían prendas a la hora de reconocerlo: «Hemos destruido la fisonomía de la ciudad, y no para beneficiar al humilde y al desvalido sino, las más de las veces, por complacer a la potente empresa económica, que viene a su avío y ganancia, predicando que les trae aquí el deseo de beneficiar a la ciudad; lo que puede ser cierto en algún modo, pero sin respetar para ello otros valores que, al desaparecer con criterio iconoclasta, destruyen matices esenciales de la misma ciudad a la que dicen que vienen a servir». Estas lúcidas palabras, pronunciadas en los años sesenta, bien podrían parecer referidas al actual proceso de destrucción del paseo de la Palmera.
Ese paseo, junto con el parque de María Luisa y la ciudad jardín de Nervión, constituye uno de los legados urbanos más importantes del crecimiento experimentado extramuros por la ciudad en los años veinte, al calor de la Exposición Iberoamericana de 1929. Como insistentemente denunciara el urbanista y estudioso del patrimonio Jorge Benavides, recientemente fallecido, los chalés regionalistas de Nervión han ido desapareciendo, poco a poco, hasta quedar reducidos a unos pocos ejemplares aislados, algunos de ellos con un notable grado de deterioro, perdidos en el interior de un barrio cuya estructura original proyectada por Aníbal González hace ya mucho tiempo que es irreconocible.
No aprendemos. Ahora le ha llegado el turno al paseo de la Palmera, que diseñara Juan Talavera y que no tardaría en convertirse en la alternativa al camino viejo del Guadaira (hoy avenida de Manuel Siurot), que era la vía histórica de acceso a Sevilla desde el Sur. Configurado a lo largo de los años en armoniosa continuidad con el eje que, partiendo del desaparecido Patín de las Damas, unía el paseo de Colón, el salón de Cristina o las Delicias de Arjona, el paseo ha devenido en uno de los espacios públicos más nobles y característicos de la ciudad moderna. Su carácter lo recibe de la articulada estructura de su arbolado y de la relación de este con el conjunto de viviendas unifamiliares con jardín que, junto a algunos de los pabellones de la Exposición Iberoamericana, flanquean la amplia vía que bordea la margen izquierda de la dársena urbana del Guadalquivir.
Ya en las últimas décadas del siglo pasado se habían producido las primeras intervenciones lesivas para la imagen del paseo, las cuales dejaban entrever a las claras el peligro que acechaba a una estructura urbana tan frágil que, entre tanto, había adquirido una posición central en la ciudad, lo que la convertía en un apetitoso objetivo para los mercaderes de ciudades, por emplear el título de una célebre obra teatral que sirvió para denunciar la especulación inmobiliaria en los años setenta. En 1990, al ampliarse el perímetro del conjunto histórico, el Ayuntamiento tuvo la oportunidad de incluir la Palmera dentro de la nueva delimitación, pero adoptó una actitud ambigua que solo ha hecho complicar las cosas.
Absurdamente, el nuevo decreto de ampliación del conjunto histórico solo incluía la mitad del paseo; en concreto, la pieza urbana comprendida entre el paseo de la Palmera y la avenida de Manuel Siurot. La otra mitad quedaba excluida de la delimitación, lo cual carecía de toda lógica desde el punto de vista urbano, por cuanto eran los dos frentes edificados los que servían para definir el espacio público del paseo. Esa extraña decisión propició que el Ayuntamiento aprobara un catálogo de edificios protegidos dentro de ese ámbito, sin promover la aprobación de un plan especial que defendiera el paseo en su totalidad.
Pero ya entonces estaba claro que el catálogo no serviría para nada sin el plan especial que asegurase la intervención coherente en el conjunto de la pieza urbana y que impidiese una aplicación torticera de las ordenanzas del Plan General, concebidas con carácter general para otras partes de la ciudad no necesitadas de protección patrimonial alguna. Los resultados están a la vista. Amparándose en determinados artículos de la normativa del Plan General vigente, que permiten cambiar el uso residencial por el de equipamiento, se ha procedido a llevar a cabo una serie de desafortunadas intervenciones que amenazan con modificar, radicalmente, el carácter del paseo, mediante unas edificaciones carentes de calidad arquitectónica y de sentido urbano.
Nuevamente, como en otros tiempos que considerábamos definitivamente superados, nos hallamos ante unos gestores municipales con escasísima sensibilidad para los valores del patrimonio, que no dudan en plegarse a los intereses particulares utilizando como argumento que lo que se les plantea está permitido por una herramienta —el Plan Urbanístico— cuya razón de ser es, ante todo, defender lo común, y no servir como excusa para cometer tropelías y sinsentidos desde el punto de vista tanto cívico como urbanístico. Por doloroso que resulte admitirlo, parece que estamos volviendo a utilizar el PGOU (Plan General de Ordenación Urbana) como antaño se utilizaba el Plan de Reforma Interior del Casco Antiguo de Sevilla (PRICA), vigente entre 1969 y 1979: para promover la destrucción de la ciudad; en este caso, la destrucción de la Palmera.