nº50 | política global

Comida rápida, lucha larga

Nuestros primos franceses, CQFD, nos cuentan una historia atípica que va de lo global a lo local: desde el mercado de la comida basura hasta una batalla colectiva anclada en un barrio popular del norte de Marsella. Es la historia de un «fast food» que después de años de lucha se convierte en cantina solidaria y centro social.

A «los del McDo» de Saint-Barthélémy, les hemos visto por todos los lados en Marsella: durante los días de furia que prendieron la ciudad después de los derrumbes mortales de inmuebles del 5 de noviembre del 2018, en los piquetes de los Gilets Jaunes, en manifestaciones contra la brutalidad policial… Conciertos de rap, fiestas, asambleas abiertas… Salta a la vista: la lucha aquí no es solamente sindical. Además del empleo, se defiende un espacio de sociabilidad y de resistencia. Un destino improbable para un restaurante de comida rápida.

Cuando, al principio de 2018, el franquiciado que lo manejaba declaró querer deshacerse del McDonald’s de Saint-Barthélémy, nadie daba un duro por les 77 empleades. Hay que precisar que, al cabo de los años, estos hombres y mujeres de barrios populares —algunes llevaban la gorra del McDo desde hace 25 años (¡no es habitual en la empresa!)— lo habían hecho todo para desatar las iras de la empresa matriz, siendo ella quien conservaba el 50% de las acciones y el poder bajo la mesa. «Encarnan lo opuesto al modelo predicado por la multinacional. Son tocapelotas de los que había que deshacerse», resumía su abogado, Ralph Blindauer, apodado el Barón Rojo.

Tocapelotas, sí. Donde McDonald’s practica una rotación intensa tanto con su clientela como con sus empleados (comida rápida, trabajo rápido), la lucha colectiva permitió imponer derechos inéditos al tío Ronald: una mutua, una decimotercera paga, horarios que respetaran el ritmo de vida de madres solteras que se doblan el lomo en la cocina… Esta correlación de fuerzas permitió desempeñar una función social poco común en una zona siniestrada, sin bares ni comercios en los bajos de edificios. Incluso llegó a servir como lugar de encuentro y de inserción profesional. Alrededor de los polígonos construidos en los anos 60 para reemplazar el asentamiento chabolista más grande de la ciudad, donde el paro juvenil hoy en día roza el 50%, el McDo hacía tristemente de bote salvavidas. Era el segundo mayor empleador del sector, detrás del hipermercado Carrefour. Fuera de las estadísticas, un tercer empleador: el tráfico de cannabis se ha vuelto tan floreciente que da lugar a frecuentes ajustes de cuentas con armas de guerra…

Atípico: el ambiente familiar delante y detrás del mostrador se contraponía con el estrés anónimo de un restaurante de comida rápida «normal», donde tanto el empleado como el cliente son sometidos a la cadencia mecánica de un sin vivir hiperrentabilizado. Y eso era un mal ejemplo, según McDonald’s Francia, que manipuló las cuentas para justificar una quiebra fraudulenta. Para ello, el franquiciado empeoró artificialmente el déficit: el establecimiento Saint-Barth, el único en una zona de 160 000 habitantes gobernada por el Rassemblement National (Agrupación Nacional) de Marine Le Pen, ya no figuraba en la aplicación que permitía realizar pedidos por internet.

Para defender sus empleos, los Saint-Barth no se quedaron en los recursos judiciales: huelga, ocupación del local día y noche, interpelación a los políticos, conciertos de apoyo… Un activismo apoyado por otros Mcdo de Marsella y de fuera. Hemos visto incluso una representante de un restaurante de Cambridge (Inglaterra) venir a corear, puño en alto: «I believe we will win!» Y la consagración: el conflicto marsellés incluso ha tenido los honores de ser portada del New York Times. En la multinacional estaban furiosos.

El carismático líder, el sindicalista Kamel Guemari, tuvo derecho a un tratamiento preferente. «Un día, le ofrecieron varios cientos de miles de euros por renunciar. Otro, unos conocidos matones vinieron a amenazarle: “Deberías aceptar el dinero, piensa en tu familia”», denunció el abogado Blindauer. Plata o plomo… Cuando al principio de 2020 surge la pandemia del coronavirus, los McDo de Saint-Barth pensaban haber perdido la batalla, tal vez incluso la guerra: una administradora judicial designada por el tribunal de comercio venía de aprobar la bancarrota programada por la multinacional. McDonald’s pensaba vender el terreno a buen precio en una zona bajo fuerte presión inmobiliaria.

Con el confinamiento, los habitantes de los barrios de la zona viven un empeoramiento dramático de sus condiciones de vida: cuando eres precario y sobrevives gracias a trabajillos en negro, no hay teletrabajo que valga. Quedarse encerrado en casa es encontrarse solo ante el hambre y la angustia. Fuera, la policía vela por que nadie salga sin razón válida: contrato de trabajo o certificado médico. Situación explosiva que provocó disturbios en otros lugares, como en algunos suburbios parisinos o en el sur de Italia. Entonces los McDo no lo dudan mucho: ocupan de nuevo el restaurante y transforman la sala, las cocinas y las cámaras de frío en plataforma de distribución de paquetes alimentarios, que enseguida se vuelven indispensables para miles de familias.

Recordemos que en 2018 Marsella conoció una crisis única: un derrumbe de dos inmuebles en pleno centro de la ciudad provoca la muerte de ocho personas, luego, en pánico, las autoridades expulsan a miles de habitantes, por temor a que el mismo drama se reproduzca: un marsellés de cada diez vive en un alojamiento insalubre. El enfado hace que la derecha, en el poder desde hace 25 años, pierda la alcaldía en 2020 a favor de una unión de partidos de izquierda y de la «sociedad civil». Hoy, sometido a presión, el nuevo equipo municipal acaba de comprar el terreno a la multinacional para entregarlo a les trabajadores. La plataforma de distribución alimentaria sigue funcionando, acoplada a un proyecto de restaurante que será a la vez un lugar de formación para jóvenes y un comedor solidario, donde la clientela pagará según sus recursos y donde los productos utilizados provendrán de granjas cercanas.

Las letras luminosas de la insignia mundialmente conocida han sido recicladas para formar un nuevo nombre, L’après-M (juego de palabra entre «después del M» y «por la tarde»). Las paredes se pintaron de azul, malva y rosa, cual ostentoso camuflaje para una guerrilla urbana colorida… Y mira por dónde, hasta una delegación zapatista les visitó hace poco.

Traducción del francés: Elías Sánchez Radouane

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