nº36 | política estatal

Alimentarnos en tiempo de crisis climática

El IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático) ha publicado este agosto un informe especial en el que analiza el uso del suelo y su relación con el cambio climático. En el informe se evidencia cómo nuestra forma de alimentarnos está contribuyendo seriamente a agravar el problema. En términos globales, el 25-30% de las emisiones totales de GEI (gases de efecto invernadero) son atribuibles al sistema alimentario, incluyendo las emisiones derivadas de la agricultura y el uso de la tierra, el almacenamiento, el transporte, el empaquetado, el procesamiento, la distribución, el consumo y el desperdicio de alimentos.

El informe demuestra la necesidad urgente de impulsar cambios para frenar no solo las emisiones de GEI, sino también el deterioro de los suelos fértiles y los ecosistemas. Y apunta los riesgos que el cambio climático nos va a plantear en términos de abastecimiento de alimentos y equidad. De hecho, el cambio climático observado ya está afectando a la seguridad alimentaria (provocando una disminución en las cosechas en diferentes partes del mundo) debido al aumento de las temperaturas, a los cambios en los patrones de precipitación y a la mayor frecuencia de algunos eventos extremos.

Los escenarios de futuro apuntan además a una subida de precios de los alimentos, lo que afectará muy especialmente a las poblaciones más desfavorecidas, así como una peor calidad nutricional y mayores riesgos de plagas. Además, la ganadería extensiva y el pastoreo van a sufrir riesgos derivados de las sequías y la ausencia de precipitación, que se sumarán a las graves dificultades que afronta ya esta actividad como consecuencia de la competencia de la ganadería industrial y la ausencia de políticas públicas que defiendan al sector.

Para el IPCC, los sistemas alimentarios deben cambiar sus prácticas, tanto en términos de oferta como de demanda. En materia de producción agroganadera es esencial basar la fertilización en materia orgánica y regenerar los suelos, así como diversificar los cultivos y razas de ganado para optar por especies y variedades más resistentes al calor y la sequía. Una mayor diversidad que debe adoptarse también por parte del consumo, virando hacia dietas más saludables y sostenibles, en las que se reduzca sensiblemente el consumo de carne —evitando la de origen industrial— y se amplíe el de legumbres y verduras y frutas frescas. Para el IPCC, el conocimiento indígena y local puede contribuir significativamente a mejorar la resiliencia del sistema alimentario.

El informe del IPCC ha tenido una notable atención mediática y una abundante cobertura en los medios generalistas. Era agosto, es cierto, pero aun así, es obvio que el tema ya está dentro de las agendas públicas. La cuestión a analizar es si se está abordando bien, si el enfoque es el adecuado y si las conclusiones que nos invitan a extraer son suficientes para la transición que necesitamos.

En nuestra opinión el foco se está poniendo casi en exclusiva en el cambo de dieta como solución al cambio climático y, en particular, en eliminar o reducir drásticamente el consumo de carne. Un enfoque parcial que transfiere al individuo —y sus decisiones sobre lo que come— la responsabilidad sobre un problema que no es, ni de lejos, solo individual.

Es obvio que necesitamos reducir el consumo de carne y que debemos hacerlo de forma significativa. Pero esto no es suficiente ni va a solucionar todos los problemas que genera nuestra alimentación en términos de cambio climático; de calidad y fertilidad de los suelos; de conservación de los ecosistemas y la biodiversidad; de equidad y vulnerabilidad; de salud; de pérdida de pequeñas explotaciones agroganaderas; de despoblación y abandono del medio rural; de dependencia de las grandes corporaciones agroalimentarias y de las de distribución; de quebranto de nuestra soberanía alimentaria, o de merma en nuestra capacidad de decidir qué cultivamos y qué comemos.

Pero la solución es irremediablemente colectiva. Necesitamos cambiar todo lo que gira en torno a la alimentación y, muy particularmente, el conjunto de las políticas públicas que están influyendo en lo que comemos: desde las políticas internacionales de libre comercio —como el reciente tratado con Mercosur, que va a perjudicar gravísimamente al sector agroganadero—, hasta las políticas europeas de subvenciones agrícolas (es urgente dotarnos de otra PAC), pasando por las instituciones estatales, autonómicas y locales, que deben dejar de apoyar sistemas de producción y distribución hiperintensivos y concentrados en cada vez menos manos.

Sin embargo, en nuestro país, uno de los más sensibles al cambio climático, resulta significativa la escasa atención al tema tanto en los programas electorales como en los debates políticos, y su presencia no deja de ser tangencial en la acción de la mayoría de los Gobiernos. Son significativos, por ejemplo, los problemas que están surgiendo para aprobar una ley de cambio climático que dé por fin a este tema la relevancia y la transversalidad que merece en todas las políticas públicas. El impulso de un sistema agroalimentario sostenible puede generar grandes aportes tanto en materia de mitigación como de adaptación pero, a pesar de los pasos dados por algunas ciudades en los últimos años, la transformación que requiere nuestra alimentación está todavía lejos de ser suficiente.

Es urgente impulsar políticas alimentarias sostenibles, de carácter integral, que impulsen una forma de alimentarnos capaz de regenerar nuestros campos y pueblos; de preservar el clima, los suelos, acuíferos y ecosistemas; de reactivar el pequeño comercio y los mercados en nuestras ciudades; y de ayudarnos a elegir mejor lo que comemos y de garantizarnos salud y equidad a todas y todos.

El reto es complejo y requiere una acción integral e integrada, un propósito firme y un compromiso compartido. Los intereses en juego son enormes, la batalla va a ser ardua y va a haber que pelear duro en todos los frentes y en todos los foros. Desde lo más pequeño e individual, como puede ser apoyar a las pequeñas productoras de ecológico de nuestra zona, organizarnos para consumir mejor o promover cambios en los comedores escolares o en nuestros barrios, hasta activar con fuerza redoblada la batalla política, la de la comunicación (compartir experiencias e información es esencial) y la de la reivindicación.

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El Huerto del Rey Moro es, desde 2004, el mayor espacio público del Casco Histórico de Sevilla no urbanizado ni mercantilizado. Un espacio verde autogestionado por y para el disfrute y el esparcimiento de los vecinos y vecinas del barrio, donde la agricultura urbana actúa como elemento aglutinante de personas, ideas, aprendizajes y convivencia.