nº41 | mi cuerpo es mío

A mí me cuidan mis amigas y no (sólo) el Diazepam

Llevamos años escuchando que la depresión y la ansiedad son las enfermedades de este siglo, pero no por ello están más naturalizadas o menos libres de su eterno tabú.

En general, tendemos a ocultar o disfrazar con eufemismos todo aquello que nos asusta y a veces nos desborda, y lo hacemos especialmente con la enfermedad, la vejez, la decadencia. En el caso de la depresión y la ansiedad, aun siendo tan comunes, no solo padecen de soledad y tabú, sino que también adolecen de una injerencia de la que la sociedad en su conjunto parece tener permiso para participar. Es decir, por un lado, corres el riesgo de quedarte a solas con tu tristeza y, por otro, la sociedad explícita o implícitamente va a opinar sobre qué es lo mejor para ti o qué cosa no estás haciendo todo lo bien que deberías.

Desde mi experiencia, la melancolía, la ansiedad o la depresión siguen arrastrando las cadenas de la incomprensión, el desconocimiento y la vergüenza, provocando que a quienes las sufrimos nos siga siendo difícil abordar la situación con seguridad, autonomía y compañía.

Yo tengo la suerte de haber vivido dos realidades diferentes que me ayudan a tener más clara mi postura. Por un lado, he sentido, y siento, esa dualidad de la soledad y la injerencia social. Y por otro, he tenido también la fortuna de contar con unos cuidados y un acompañamiento respetuoso que no tienen precio y que han formado parte de mi restablecimiento en la misma valiosa medida, o más, que la terapia psicológica y el tratamiento farmacológico.

La soledad

La gente se va, se aleja. Existe todo un poliédrico fenómeno de huida de las inmediaciones de alguien que sufre tristeza o depresión. Son múltiples sus manifestaciones: desde un alejamiento directo y radical de quienes no quieren ver contaminado su buenrollismo, hasta una pausa o distanciamiento en la relación debido a la dificultad que tenemos para tratar con el dolor y la vulnerabilidad. O, sencillamente, debido a no saber cómo enfrentar la situación o qué decir, pues a estas alturas aún no sabemos manejarnos en el campo de las emociones y el lenguaje del alma. En todos los casos, lo que parece haber detrás es miedo, tabúes, desconocimientos y prejuicios, con más o menos egoísmo, según el caso. Y todo ello provoca, o al menos en mí lo hace, un silencio cargado de dolor y vergüenza.

La injerencia

Eres objeto de opinión y cuestionamiento social. Desde muy diversas posturas: aquellas que abominan de los psicofármacos y de las contrarias; aquellas que creen que no te esfuerzas lo suficiente para «estar mejor»; las que te animan a continuar en actitud activa y, sobre todo, productiva, etc. La sociedad te quiere, y te lo hace saber, eternamente joven, enérgica y predispuesta al consumo y la productividad. Nostálgica, introvertida y cuidándote, ni consumes ni produces, y pareces más vieja. Este cuestionamiento social, que se añade a tu ya mermada capacidad de decisión, junto al tabú, dificulta enormemente asumir la enfermedad y vivirla como algo sobre lo que tú puedes tener control, algo que decir y algo que hacer. Elementos como la anhedonia o la fatiga física y mental, junto a esa omnipresente injerencia, te empujan hacia una desesperanza en la que, además, puedes llegar a cargar con mucha culpa, pareciendo que has elegido el sufrimiento por tu propia voluntad. No cumples con las expectativas del capital, sirves de poco o nada al sistema productivo y te acabas percibiendo como alguien inepta o desadaptada.

El acompañamiento respetuoso y recíproco

Escuchar un «¿qué necesitas?», aunque ni sepas contestar a esa pregunta, puede tener la capacidad de revertir esa soledad y esa desposesión que se vive. Y te empodera aún más si el acompañamiento es recíproco; si quien se queda y te cuida también te expresa sus necesidades. No solo se dispone a tu vera para apoyarte o cuidarte de un modo asimétrico, con todo el paternalismo y, otra vez, la expropiación de tu autonomía que eso puede suponer. Esas personas que, además de preguntarte qué necesitas, te cuentan qué necesitan ellas, qué les preocupa, qué les da miedo o qué les tranquiliza, descienden a tu nivel. Y desde ahí te acompañan y te sostienen. Y te legitiman como alguien capaz y autónoma, y eso es sanador.

Y este acompañamiento no puede tener otro punto de partida y desarrollo que el de los cuidados colectivos, las redes de amor y de amigas. Una persona con depresión o ansiedad probablemente vea reducida su red de apoyo, en parte por el proceso de huida antes mencionado, en parte porque no es capaz de socializar y participar en lo público. Y frente a la errónea figura, y de pésimas consecuencias, del salvador, sencillamente necesitamos cuidarnos entre todas. Nadie puede salvarte, ni únicamente una persona, de manera individual, puede gestionar todo lo que supone ese acompañamiento y sostén.

Las violencias diarias del sistema, la precariedad, la atomización de las vidas, la sibilina y normativa imposición de quiénes debemos ser, qué debemos desear, etc., nos hacen daño a todas. Por ello, el cuidado debe ser respetuoso, recíproco y en colectivo. Porque no solo nos ayuda a quienes somos más vulnerables debido a un proceso depresivo o de ansiedad; porque nos necesitamos unidas y organizadas ante tanta dificultad.

Ahora, mientras escribo este artículo, tengo la fortuna y la capacidad de mirar hacia atrás y apreciar la poderosa fuerza que tuvo y tiene la red que me acompañó y cuidó en mi afrontamiento de la depresión hasta conseguir un espacio mayor de bienestar y equilibrio personal y relacional. Evidentemente, la terapia individual y la medicación (a la que yo misma me opuse inicial y tercamente, por situarme en aquel entonces en el extremo antifármacos cargado de miedos e ideas ajenas) hicieron su parte en este proceso de recuperación. Pero es una parte que carecería de arraigo y durabilidad sin esa tercera pata imprescindible que suponen los cuidados y el apoyo mutuo. Porque no hay pastilla ni terapeuta que te recojan cuando estás en pedacitos, o que te haga la comida y te la lleve a la cama en los momentos más duros. Pero, sobre todo, porque esa red te ayuda a volver a confiar, a saberte capaz, a volverte a habitar. Y lo que es incalculablemente valioso, a que el proceso, con sus esfuerzos, vaivenes y dolores, merezca la pena.

Sostenernos y construir juntas conjuga lo personal y lo político, permitiéndonos situarnos como sujetas activas en búsqueda de un bien estar común.

Es la alquimia que hace que emerja no solo la recuperación, sino también la dignidad y el empoderamiento. Porque esa red eres tú. Indisolublemente, formas parte de esa red, tú también la creas y la sostienes. Por tanto, eres tú recuperándote, eres tú cuidando y cuidándote. Y eso es justamente lo opuesto de la soledad, la desposesión y el sentimiento de inutilidad.

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