En buena medida, la idea de la superioridad de Occidente o de la «civilización occidental» sobre el resto del mundo se sustenta sobre la narrativa histórica que afirma la existencia de una continuidad exclusiva e ininterrumpida que una a la Grecia clásica y las modernas democracias liberales, pasando por las contribuciones de Roma y la cristiandad medieval. Este «continuismo burgués», como lo denominó el medievalista Manuel Acién, constituye un poderoso mito que ha servido para legitimar la dominación colonial e imperialista ejercida por diversos países europeos y Estados Unidos desde el siglo XIX hasta la actualidad. Dotado de una elevada capacidad tóxica, este mito subyace, asimismo, a planteamientos fascistas y supremacistas que promueven ideologías de exclusión y de odio.
El predominio ejercido por las narrativas esencialistas durante el siglo XIX y buena parte del XX ha lastrado de forma determinante el conocimiento histórico, reduciéndolo a una mera herramienta de legitimación de identidades que se proyectan desde el presente hacia el pasado, en la búsqueda permanente de unos orígenes que otorguen el necesario pedigrí histórico a la nación o al pueblo. El medievo peninsular ha sido campo abonado para este tipo de propuestas seudohistoriográficas que siguen gozando de amplia aceptación, tanto en ámbitos académicos como, sobre todo, extraacadémicos. Medios de comunicación, publicistas y novelistas nutren de manera constante relatos de hazañas y grandezas históricas que funcionan como manual de autoayuda destinado a fortalecer la autoestima de sectores vulnerables a la propaganda patriotera.
Subyacen a la proliferación de estos fenómenos problemas de fondo como el desprestigio social de las ciencias sociales y el conocimiento histórico, alimentado por unos niveles inéditos de intrusismo profesional, fenómeno facilitado por las redes sociales, repletas de personas expertas carentes de cualquier clase de formación pero con miles de seguidoras, catedráticas de tuiter que, sin haber pisado jamás una facultad de Historia, se sienten autorizadas para pontificar sobre complejos procesos históricos. Este contexto apela a la responsabilidad social de las historiadoras académicas y a la necesidad de contribuir a la divulgación del conocimiento de manera más efectiva.
La reducción de la complejidad del pasado a relatos identitarios simplistas y maniqueos con capacidad de suscitar emociones de orgullo colectivo y de movilizar a sectores sociales imbuidos de sentimientos patrioteros constituye un desafío de proporciones crecientes al que las historiadoras académicas deben necesariamente dar respuesta. No se trata solamente de proteger el conocimiento histórico de todo tipo de manipulaciones, distorsiones y tergiversaciones, sino de prestigiar la propia labor historiográfica con una dimensión social que la convierta en un servicio público de utilidad para la ciudadanía que convive en entornos democráticos avanzados.
El período medieval peninsular constituye un buen ejemplo del proceso que F. Rodríguez-Mediano denomina la reducción de la complejidad histórica al lenguaje identitario, atajo seudointelectual que conduce a las narrativas esencialistas sobre las que se cimentan proyectos sociales y políticos de exclusión. Esa es la lógica que subyace a la noción tradicional de «Reconquista», descrita como hazaña de la libertad, lucha de liberación de ocho siglos de duración en función de la cual España quedó configurada como una nación «forjada contra el islam». Aunque la «Reconquista» ha articulado tradicionalmente la narrativa españolista sobre el pasado medieval peninsular, es posible encontrarla, asimismo, en sectores o ámbitos que se contraponen con el nacionalismo español. Es el caso del nacionalismo catalán, en el que asimismo existen grupos que promueven la idea de Cataluña como una nación «forjada contra el islam».
La flexibilidad de la lógica esencialista permite adaptar las mismas narrativas a ámbitos distintos, nacionales o supranacionales, y ello explica que, por ejemplo, autoras académicas proclamen que, tras su conquista por el rey Fernando III, las ciudades de Córdoba (1236), Jaén (1242) y Sevilla fueron reintegradas a la «civilización occidental», a la «civilización europea» o a ambas, que en el fondo vienen a ser lo mismo. Una lógica en función de la cual se delinean una España y una Europa exclusivamente blanca y cristiana de la que quedan excluidas, por lo tanto, otras culturas, etnias y creencias.
Paradójicamente, este tipo de narrativas históricas es fomentado en la actualidad por sectores que compaginan un discurso económico ultraliberal con una retórica antiglobalización teñida de xenofobia. La paradoja es, en realidad, solo aparente, ya que se trata del mismo discurso que alimentó el colonialismo europeo decimonónico, destinado a fomentar una globalización económica blindada mediante barreras de exclusión social que permitiesen limitar los beneficios de ese proceso a las elites de los países coloniales. La vinculación de las narrativas esencialistas con las retóricas de exclusión convierte forzosamente la discusión historiográfica en un debate de connotaciones políticas e ideológicas que las académicas no pueden ni deben soslayar, pues su silencio las convierte en cómplices pasivos de discursos que, en sus versiones más radicales, fomentan el odio.
La manipulación del pasado medieval peninsular desde posiciones ideológicas vinculadas al fascismo cuenta con un precedente bien conocido e ilustrativo de la radical tergiversación del pasado que implican los esencialismos. Su protagonista es Ignacio Olagüe, un aficionado a la historia adscrito ideológicamente al fascismo en la España de los años 1920-1930. Amigo personal de Ramiro Ledesma Ramos, su obra acredita una genuina preocupación por la idea de «decadencia» de España como fuente de desmoralización nacional.
Su proyecto de restitución del orgullo patrio pasaba por una relectura del pasado en clave identitaria. En consonancia con el antisemitismo inherente a sus ideas fascistas, Olagüe llevó a su máximo extremo la tendencia a la desarabización de al-Ándalus, llegando a afirmar que «los árabes nunca invadieron España», título de la obra que publicó en francés en 1969. Desde la sencilla premisa de una burda manipulación del pasado, el seudohistoriador vasco formuló una lectura nativista que le permitió interpretar al-Ándalus como realidad histórica de origen endógeno, ajena a la conquista protagonizada por árabes y beréberes que las fuentes describen de forma unánime. De esta forma, símbolos arquitectónicos del período islámico tan importantes como la Mezquita omeya podían ser reincorporadas al acervo cultural nacional, pasando a convertirse en meras expresiones del eterno genio creativo local.
Paradójicamente, el nativismo de Olagüe encontró acomodo en el incipiente nacionalismo andaluz de la época de la transición, mediante la sencilla operación consistente en sustituir español o hispano por andaluz. No deja de resultar aberrante que los descendientes ideológicos de Blas Infante acabaran asumiendo una narrativa elaborada desde los sectores que, en agosto de 1936, asesinaron al fundador del andalucismo. Hoy en día, el nativismo sigue formando parte sustancial de la narrativa andalucista sobre el pasado medieval, un hecho fácil de comprobar en publicaciones, intervenciones o declaraciones que emanan de dicho entorno y que revelan una severa indigencia historiográfica.
El esencialismo, por lo tanto, no es patrimonio exclusivo de ciertos grupos políticos o ideológicos, sino que tiene un carácter transversal, de tal forma que, como acreditan los ejemplos citados, llegan a producirse insospechadas conexiones entre narrativas desarrolladas o promovidas desde sectores que mantienen actitudes irreconciliables e incluso se contraponen de manera abierta. El error de ciertos sectores de la izquierda consiste en pensar que un esencialismo se combate con otro cuando, en realidad, ello solo promueve la proliferación de esta clase de narrativas, que se retroalimentan de forma dialéctica.
El actual retorno de los esencialismos no puede explicarse al margen del contexto de la globalización, ya que forman parte de la estrategia defensiva de las elites sociales que controlan dicho proceso de expansión capitalista, elites que necesitan crear y mantener barreras de exclusión que garanticen los privilegios sobre los que se asienta su dominación.