Un proyecto performativo donde treinta actrices trabajan de forma colaborativa para realizar una pieza sobre la memoria de las mujeres durante la dictadura militar argentina (1976-1983).
«Se ríen, ahogan las carcajadas, las desatan. Recuerdan los límites. Se callan». Estas son algunas de las acciones que Alicia Kozameh describe en Bosquejo de alturas, un cuento autobiográfico que recupera la memoria de treinta mujeres encerradas en los bajos de una comisaría de Rosario durante la dictadura militar: «Seiscientos dedos. Trescientos de manos y trescientos de pies (…) Treinta mujeres vibrando y comunicándose, debatiéndose en una estrechez de espacio intransgredible».
Treinta mujeres que durante catorce meses compartieron el dolor, la risa, la cultura, el miedo. Casi nunca lloraban, dice Alicia, «para no desalentar a las otras». Sin embargo, cuando hacían teatro, cuando inventaban historias y las representaban con una sábana como telón de fondo, todas se permitían el lujo de compartir sus lágrimas: «Allí llorábamos a los muertos» dice Alicia y «no a los desaparecidos como se empeñan en seguir llamándoles». Sin embargo, no se sentían víctimas —ellas no querían que las llamases así— porque esa palabra, que lleva en su raíz latina el vencido, el que está destinado al sacrificio, está lejos de lo que ellas fueron. Esa palabra no las representa, como quizá tampoco representa a las más de 8.500 personas consideradas desaparecidas en Argentina durante la dictadura cívico-militar autodenominada Reorganización Nacional. Ellas eran presas políticas, activistas, solidarias, compañeras. Sobrevivieron al encierro, no fueron sacrificadas como la mayor parte de las personas a las que secuestraron. Algunas siguen vivas, otras ya murieron. «Cada vez que se ha muerto una se ha muerto algo en nosotras» dice Alicia. Haber sido un solo cuerpo formado por seiscientos dedos, cuarenta brazos, cuarenta ojos, es ser un cuerpo colectivo que no se olvida. Cada una, viviendo en un país distinto, ha seguido pegada a la otra. Sus recuerdos han sido un vínculo que ha afectado sus trayectorias vitales de forma distinta. Alicia Kozameh encontró en la escritura un refugio.
Cuando Sylvie Moguin hace diez años leyó Bosquejo de alturas sintió un pellizco en el pecho. Ese pellizco la impulsó a diseñar un laboratorio itinerante que lleva diez años desarrollando en distintos países: Francia, Chile, México, Uruguay, Brasil, Argentina y ahora España. En cada lugar la memoria se detiene para buscar ese cuerpo colectivo y en cada ciudad busca a una o dos directoras locales que la acompañen en el proceso.
En Madrid, Eva Redondo y yo hemos tenido la suerte de liderar esta creación. Digo liderar y no dirigir, porque no es dirección lo que necesita una performance, sino guía. Tener a Eva y Sylvie como compañeras denota cómo las directoras de escena, como ya adelanté en A despatriarcar las artes escénicas (ver El Topo 52) tendemos una forma más horizontal de conducir el hecho escénico.
En Madrid el punto de encuentro fue el Teatro de la Abadía, espacio donde treinta mujeres hemos despertado la memoria personal y política. Durante seis días acuerparse ha sido remover los afectos para habitar y transitar los cuerpos de otras mujeres que vivieron antes que nosotras, en otros tiempos, en otros lugares: mujeres a las que no queremos llamar víctimas porque fueron cuerpos heridos, personas agredidas, maltratadas, asesinadas.
La mirada de la justicia no se detiene si ponemos el foco en quién abusa de su poder. Nos permite reflexionar y entender que siempre hay un responsable tras otro en la cadena. Sin embargo, cuando la mirada se detiene en el cuerpo victimizado no hay posibilidad de perspectiva. Si hablamos de víctima, destinado al sacrificio como nos recuerda su etimología, la pena nos paraliza y congela la reflexión política. Pero si la mirada ciega de Temis —diosa griega de la justicia— se desvela y gira el foco hacia quien ejerce su poder sobre los cuerpos, el horizonte de justicia es más amplio, nos permite mirar más allá de lo ocurrido y entender lo que hay en la distancia: los intereses políticos, la jerarquía, el abuso de unos cuerpos sobre otros, sociedades patriarcales que se han construido como una pirámide, ladrillo a ladrillo, para que siempre haya unas personas debajo de otras.
Desde hace cuatro años trabajo la performance colectiva con la posibilidad de conciliar con otros cuerpos, ideas o proyectos que llegan al mío. Cuando las comparto, la generosidad de las personas eleva una idea individual a una creación colectiva que se enriquece gracias a la memoria de cada una. Estas performances delegadas, como las ha llamado la historiadora del arte Claire Bishop, son una posibilidad artística de romper la pirámide, la jerarquía y buscar desde la horizontalidad un horizonte que nos permite mirar más allá de nosotras mismas para encontrar posibilidades de cambio. La transformación personal, el proceso casi alquímico que provoca el arte performativo se comparte y se potencia en el cuerpo colectivo. Las piezas se convierten en la posibilidad de dejar de ver y nombrar a las mujeres como víctimas y abrazar la potencia del feminismo para mirarlas como mujeres-fuerza que buscan desatar el pañuelo de la justicia, consiguiendo cambiar el foco. La mirada, que deja de estar en la individualidad de las mujeres victimizadas por ser asesinadas, agredidas o presas, se convierte en la posibilidad y el deseo de acabar con el patriarcado de raíz, para detener el abuso de poder y los intereses políticos. Esto es lo que nos mueve a trabajar en la performance Proyecto 30. Bosquejo de alturas, que se desarrollará el próximo mes de marzo dentro del festival Ellas Crean y que será una pieza visual donde un grupo de mujeres diversas nos conduce a la reflexión sobre el derecho a la libertad y a la vida.