El jacinto de agua o camalote (Eichhornia crassipes) es una planta fascinante originaria de las grandes cuencas sudamericanas, en las que juega un importante papel ecológico. Fuera de su hábitat, en cambio, constituye un buen ejemplo de los catastróficos efectos que pueden llegar a generar las especies exóticas. Algunos de sus efectos negativos sobre los ecosistemas acuáticos son: la ocultación de la luz solar sobre la lámina de agua, paralizando así la base de la cadena trófica; la potente competencia sobre especies de plantas autóctonas acuáticas y de ribera, o el riesgo de que, en los meses fríos, la mayor parte de las plantas de camalote mueran y su materia orgánica pase a descomponerse bajo el agua. También ocasiona graves efectos económicos, al obstruir canales y colectores o al impedir actividades como la navegación o la pesca.
Cuando en 2004 se observaron las primeras manchas de camalote en el curso medio del Guadiana casi nadie sospechaba que se trataba del preludio de una catástrofe ambiental con pocos precedentes. Unos meses después, la planta crecía a lo largo de ochenta kilómetros de río. Diez años después, el Guadiana, desde Medellín hasta Portugal, se encontraba colapsado y totalmente cubierto de una exuberante y tupida capa de camalote. Se habían invertido más de cincuenta millones de euros públicos en los infructuosos intentos por atajar la plaga y brigadas de cientos de operarios, barcas, retroexcavadoras y patrullas de la UME se afanaban en controlar algo que ya era incontrolable.
Una de las causas de la vertiginosa expansión de esta planta en Extremadura la encontramos en sus propias características botánicas. Se trata de una especie que posee un prodigioso sistema de multiplicación mediante estolones, el cual da lugar una de las mayores tasas de crecimiento de plantas vasculares acuáticas: llega a duplicar la superficie que cubre cada cinco días si las condiciones son las óptimas. Y, para el jacinto de agua, condiciones óptimas son temperaturas de entre 18° C y 30° C y aguas cargadas de nutrientes. Respecto a las condiciones climáticas, se dan en circunstancias normales durante nueve meses en la provincia de Badajoz. El cambio climático y los inviernos cada vez más benignos no hacen sino agravar este factor favorable para la especie. Y, en cuanto a las aguas cargadas de nutrientes, la cuenca del Guadiana manifiesta una elevada carga de nitratos, debido principalmente al deficiente funcionamiento de algunas estaciones depuradoras de residuos líquidos urbanos, a los vertidos insuficientemente depurados de la industria conservera y a los efluentes de fertilizantes de las zonas de regadío de Vegas Altas y Vega Bajas. Todo ello hace posible un cóctel de nitratos y otros fertilizantes disueltos de absorción rápida que permiten el crecimiento explosivo del jacinto de agua. Precisamente, cuando los efluentes derivados de la agricultura intensiva se elevan, en los meses de primavera y verano, también lo hacen las temperaturas, por lo que los ingredientes para desencadenar la invasión descontrolada están servidos. La antes mencionada capacidad inaudita para multiplicarse de esta especie, hace que, al contrario de lo que ocurre en la lucha contra plagas habituales en agricultura, de nada sirve reducir la especie en un 99% pues, con las circunstancias adecuadas, esta podría volver a gozar de su contingente original en solo ocho días.
Todos los estudios serios señalan que la plaga del jacinto de agua en el Guadiana tiene su causa fundamental en la importante degradación de la calidad del agua del río. En efecto, además de ser consecuencia de muchas cosas, la invasión es sobre todo un indicador del lamentable estado en el que se encuentra el río: según la propia Confederación Hidrográfica del Guadiana —organismo encargado de velar por la calidad de las aguas del río—, en quince de las estaciones oficiales de medición se arrojan valores «inadmisibles» de contaminación.
Frente a este panorama, a falta de una actuación temprana que hubiese sido mucho más efectiva que los esfuerzos invertidos a destiempo, las administraciones competentes emprendieron una lucha sin cuartel, pero sin criterio, alejada de las recomendaciones que se hacían desde la comunidad científica. Así, se empleó una cantidad ingente de maquinaria pesada para extraer el camalote del río, destrozando las comunidades bentónicas y la vegetación ribereña; se cubrieron grandes extensiones con miles de toneladas de restos de la planta en descomposición que, con las crecidas, volvían al río; se llegó incluso a plantear la posibilidad del uso de glifosato. También se buscaron utilizaciones para el camalote (compost, biogás, etc.) obviando la advertencia de los expertos que recomiendan encarecidamente no convertir un problema de estas características en un recurso económico, pues se corre el riesgo de perpetuarlo.
Ante la aparición de manchas de camalote en la dársena del Guadalquivir, en Sevilla, se plantea un escenario delicado, ante la posibilidad de que la expansión de la planta llegue y se establezca en las marismas de Doñana. Las condiciones climáticas de la cuenca andaluza son más benignas para la especie que las de la extremeña, lo que agrava el peligro. Actuar como ya se hizo en el Guadiana es la garantía casi segura del fracaso total, por lo que la experiencia extremeña ha de servir como didáctico ejemplo de fracaso. Afortunadamente, la presencia del jacinto en el Guadalquivir se encuentra en una fase muy incipiente, lo que puede permitir la acción rápida. Un control basado en la extracción mecánica —nunca un control químico—, en el conocimiento de la especie y reduciendo el impacto sobre el ecosistema fluvial, debe de ser uno de los ejes para evitar que, lo que hoy es una anécdota en el Guadalquivir, pueda llegar a convertirse en un desastre. El otro eje y el más importante es impedir que las aguas del río sean un cóctel de nutrientes. Ello solo puede conseguirse mediante un compromiso serio de las administraciones para velar por la calidad del agua y atajar los focos de contaminación directos (vertidos) e indirectos (agricultura intensiva).