De editor a activista. ¿De dónde te viene a ti esto de la agitación política?
Más bien primero activista y después editor, delineante, librero, empresario… o mejor, empresariete. Aunque la vida me llevó a deshacerme de mi empresa, pero eso es otra historia. El activismo creo que me viene de nacimiento. Me criaron dos mujeres. Mi madre biológica, que dejó a mi padre a los cinco años —un médico militar granaíno al que no conocí—; no quiso saber más nada de él, a mí me contó que había muerto. Y mi madre de crianza, Mariquita la de Perlacia. Crecí en una casa de vecinos del Arenal. En mi casa no había un ambiente político, era la época en la que hablar de ciertas cosas era tabú, tanto que una vez me estaban las dos bañando en un barreño encima de la mesa y, al ir a bajarme, yo salté gritando «¡abajo España!». Ellas me mandaron callar, asustadas, y jurar que nunca repetiría algo así.
También recuerdo que ya de chiquillo en mi pandilla me apodaban el Justiciero. Siempre he llevado ese rollo. El mecanismo de defensa de un huérfano, supongo. Estudié en el colegio Padre Manjón, para más señas. Y después, becado al Instituto San Isidoro, pero un año porque perdimos la beca por un problema administrativo y tuve que hacer FP. Por esa época me organizo políticamente. Octavillas, resistencia pasiva. Con dieciocho años me voy a Mallorca a trabajar en los talleres de un periódico y me junto a las Juventudes Comunistas. Una necesidad mía el juntarnos para hacer cosas, defendernos, proponer. Me implico en ocupaciones varias, y en la lucha «Salvem el Puig».
Saltamos en el tiempo. Háblanos de cómo ha cambiado tu barrio, San Bernardo. De arrabal popular a uno de los barrios más caros de la ciudad.
Manolo Palomero, un luchador histórico, siempre decía que a este barrio «le habían echao la cruz». San Bernardo fue abandonado sistemáticamente buscando su degradación. Calles llenas de mierda y basura, para acabar vendiendo corrales de vecinos por 300 000 pesetas. La gentrificación entró de lleno, aunque en esa época no sabíamos cómo se llamaba. No exagero: calculamos que hoy en el barrio no hay más de cincuenta personas que lleven más de treinta años en él.
Este siempre fue un barrio de élite obrera, con gente de la fábrica de artillería, de la pirotecnia, con cigarreras y ferroviarios… Y con sus núcleos combativos y politizados. En el 36 incluso hubo alguna resistencia al golpe militar. La represión posterior fue brutal y la posguerra aún peor, al nivel de que en la parroquia no ponen a un cura normal, sino a uno castrense.
Otro salto. En 2005 once familias amenazadas ocupáis un edificio de viviendas sociales. Aquello se popularizó como «las abuelas ocupas». ¿Cómo cuajó la ocupación de San Bernardo 52?
Yo tenía en San Bernardo mi hogar, una imprenta y una pequeña librería y editorial. Llegan los especuladores, compran muy barato las dos propiedades. Me engañan, me trajinan y me obligan a cerrar la librería, aunque pude abrir otra en la Puerta de la Carne. Imagínate como le estaba yendo a mis vecinas.
Viendo que nos pasaban por encima, teníamos que juntarnos y defendernos. Me pasé un tiempo observando al personal y pensando cómo abordarlos. En palabras de otro luchador, David Gómez, cómo percutirlos. Un día me encuentro a un vecino por la calle y me dice «lo que tenemos que hacer es ocupar esa casa que está allí vacía». Esa noche no pude dormir. Ya tenía la experiencia de participar en el CSOA Casas Viejas y en el barrio ya existía el CSOA Sin Nombre. ¿Podríamos hacer confluir el movimiento okupa con ka con las necesidades vecinales? A las seis de la mañana seguía dando vueltas por los cuarenta metros cuadrados del piso, ¡sí! ¡Sí! Vamos a ponernos en marcha.
Con mi vecino Angelito fui tocando puertas. Y con muy buena acogida nos juntamos unas doce o trece familias con el mismo problema en una plataforma de inquilinos amenazados. Buscando un realojo reivindicativo —ocupas con ce—, ahí podrían llegar mis vecinos. Se vendió muy bien, hasta nos llamó la Ana Rosa. No podían hablar malamente de nosotros aunque quisieran.
Siguieron seis meses de asambleas, de irse conociendo, de reunirse con arquitectas, abogados y okupas que nos asesoraban. Asambleas en círculo, horizontales, comunicándonos y compartiendo nuestros temores. Las relaciones humanas, si son auténticas y horizontales, son terapéuticas. Y así nos sanamos. Y así cogimos fuerza y nos preparamos para hacerlo, acompañados de otras muchas personas solidarias, con muchos conocimientos, pero como un colectivo que actuaba a una.
El edificio de viviendas sociales lo había construido Urbanismo sobre terreno municipal. Llevaba terminado y vacío tres años, tenía varias viviendas, era público y estaba en nuestro barrio, en la misma calle de la que nos estaban expulsando. A familias que llevaban viviendo aquí desde hacía generaciones. Tenía mucha legitimidad aquello. Y la fuerza que nos daba tener a la gente joven de la Sin Nombre al lado. Fuerza y práctica, porque ahí estaban las compañeras que acudían siempre. Un gusto vivir asambleas con okupas y gente del barrio, mujeres casi todas —los maridos se implicaron luego—.
Y diecisiete años después, aquí estamos haciendo esta entrevista. Faltan siete vecinas de aquellas que ocuparon. Pero aquí han vivido sus últimos años, felices, en su barrio, sin que las mandasen al extrarradio o a un asilo. Y el resto aquí siguen.
Del 15M a la experiencia de las corralas, pasando por la Liga de Inquilinos. Háblanos del ámbito político y humano de estas experiencias, Antonio.
En esa época yo ya estaba en lo libertario. Tenía que ser congruente entre mis ideas y las luchas, que fueran cosas acompasadas. Mi experiencia me había hecho confiar en esos métodos, verlos funcionar.
A la cabeza de la lucha por la vivienda en Sevilla estaba el Centro Vecinal del Pumarejo. Cuando empecé a tener problemas de vivienda pude ver que allí había más gente peleando, organizada. Me acogieron fantásticamente, tuve todo el apoyo y la comprensión. Ya existía una oficina autogestionada de atención al inquilino y una asamblea vecinal. Ya estaban los mimbres para tejer la Liga de Inquilinos. Implicarnos en la ocupación de San Bernardo 52 nos dio experiencia y bagaje, mucha fuerza y mucho impulso. Y sobre todo muchas esperanzas; ver que podíamos ganar, por lo menos, alguna batalla. Como en todo, la Liga pasó por momentos malos que me llevaron a dejar de participar en ella. Pero había una masa crítica de personas implicadas y politizadas ahí, que seguidamente lanza la iniciativa Barrios en Lucha. Un instrumento para poner los conocimientos y las habilidades de todas al servicio de los barrios donde sabíamos que había conflictos pero que, carentes de asociaciones de vecinos y de experiencias de lucha, tenían complicado tirar p’alante. La idea era ofrecerles un ¿cómo se hace?, ¿cómo sabemos hacerlo? para que pudieran transmitirlo a otros, y así sucesivamente. De talleres de pancartas a uno de comunicados de prensa, mapeos de la ciudad, coordinación, trabajo de medios. Técnicas que me resultaban novedosas. Y siempre, buscar relacionarnos de una manera distinta y mejor.
Y en esto que surge el 15M y nos pilla en la mejor de las circunstancias, calentitos, currando. Montamos la Intercomisión de Vivienda, que ha sido —creo yo— un pico del movimiento por la vivienda en Sevilla. Estaban casi todos los colectivos ciudadanos, asambleas de noventa personas. ¿Qué pasa? ¿Qué problemas tenemos? Había que presionar para que se buscaran soluciones por parte de quienes corresponde garantizar el derecho a la vivienda. Pero también había que dar soluciones inmediatas a la gente que estaba a punto de irse a la calle, o directamente en la calle. Y empezaron a ocuparse edificios vacíos: las corralas. Diez, quince corralas, no recuerdo. Para mi que fueran tantas fue un poquito excesivo. Tantas ocupaciones simultáneas nos debilitaron. Hay que aprender de ello, hace falta mucha gente alrededor porque en estas luchas se crean tensiones y conflictos muy difíciles. Gente sin casa, gente al límite. Hace falta mucha gente para encauzar los sentimientos, las necesidades. Y para defendernos de los buitres, que no faltaron en estas luchas. Pero bueno, qué bien montado todo. Salimos en la portada del New York Times. El de Reuters nos publicaba todo y hasta nos hicimos amigos. Esta relación con los periodistas me recuerda a lo bien que lo hicimos en el movimiento «La calle es de todos». Esta relación con los medios me enseñó mucho también. La prensa tiene unos resquicios que bien usados reportan un eco mediático crucial: nunca ha sido más popular en España el movimiento okupa que entonces. Un movimiento que siempre ha sido el último de todos los movimientos sociales y el más señalado.
Y llegamos al hoy, Antonio. Cuéntanos qué te arropa hoy.
Resulta que a principios de la pandemia me pongo un poco malito y me empiezo a poner amarillo. Voy al médico y tras mucho trajín descubrimos que tengo un cáncer de páncreas galopante. Que me va
a llevar con suerte dentro de un año. O, más probablemente, por la evolución que está teniendo, antes del verano. Un moribundo es lo que soy. Esa es mi condena. O no, porque estoy muy bien, más que bien. Estoy disfrutando esta última vida de momentos amplios. De sentirme acogido, apoyado, respaldado, querido por compañeras y compañeros, por gente a la que admiro.
Estoy mejor que en brazos, quillo. Recibir todo este cariño, sentirme parte de esta gente que se junta en mi casa o en el homenaje que me montasteis el otro día. Nos conocemos, sabemos quiénes somos, no pensamos todas igual pero compartimos cosas fundamentales. La horizontalidad y la democracia radical. Eso nos es común a todas. Mi gente, la que comparte mis ideas y con la que he luchado. En la lucha se han creado los lazos más fuertes, es donde nos hemos podido conocer en profundidad.
Si el nacimiento se celebra, yo estoy aprendiendo que el morimiento también se debe de celebrar. Y mi morimiento está siendo glorioso, ¡glorioso! Así lo siento. Tengo la suerte de que la gente que a mí me gustaría que me aplaudiera lo está haciendo; yo he buscado el aplauso de esa gente, su complicidad. Y aquí los tengo a mi lado. Quiero que sea una muerte digna, como he procurado que sea mi vida. Sentir que mi vida me pertenece a mí. Sobre ella no decide ni Dios, ni los tribunales, ni la Policía, ni la moral de nadie. Decido yo, cosa que molesta mucho a alguna gente. Y en este sentirme dueño de mi vida es donde me uno a la Asociación Derecho a Morir Dignamente. Me han ayudado a hacer mi testamento vital y ahora vamos a redactar la petición de eutanasia. Esa palabra que quieren maldecir, cuando lo que significa es una muerte digna, feliz, que es la que yo quiero para mí. La muerte me está ofreciendo una perspectiva distinta de las cosas porque tengo compañía, seguramente si estuviera solo o mal acompañado esto podría ser terrible y triste. En lugar de lo maravilloso que está siendo, alegre, lleno de vida y de amor.
No estoy enfadado con la vida ni con la muerte. El otro día reflexionaba: me he pegado la gran vida, la gran vida que yo quiero, el haber podido hacer lo que he hecho. Un lujazo que normalmente no podemos permitirnos, por no tener tiempo, por no saber, por estar a otras cosas. A mí me han venido las cosas muy bien, la coyuntura y la gente que ha estado alrededor; he podido hacer cosas, que en conciencia necesitaba hacer, y he podido hacerlas en la mejor de las compañías. Gloria a ustedes.