Nuestra cultura nos hace ver el dolor como una maldición que debemos combatir, como un fallo que tenemos que arreglar o como un medio que nos permitirá lograr un fin mayor: la iluminación, la fortaleza. La mayoría de historias que leemos y que vemos en el cine y en las series, en los documentales, en los cuentos, están plagadas de personajes a los que el dolor convirtió en seres mucho mejores o mucho peores de lo que eran. O bien se redimieron, volviéndose poderosos y sabios, o bien se malograron convirtiéndose en villanos. Nos cuentan que el dolor debe transformarse en algo bueno y positivo. Nos dicen que el final feliz estará ahí si te esfuerzas. Pero en la vida real las cosas no siempre son así. Los finales felices no siempre existen. Seguir adelante es muy distinto a comer perdices. Y, sin duda, seguir adelante, llevando tu dolor en ti, no te convierte en un monstruo que deba ser silenciado.
Cuando mi compañero de vida murió prematuramente tuve que escuchar muchas frases que me incomodaban, me irritaban, me herían y me hacían sentir que no estaba llevando mi dolor como debía. Que mi duelo era un problema. Que mi tristeza molestaba.
Podría ser peor. A él no le gustaría verte así. Al menos lo conociste. ¡La vida sigue! Ahora vas a ser más fuerte. Ya verás cuánto aprendes de esto. ¿Todavía no has dado sus cosas? Tienes que evolucionar espiritualmente. Encontrarás a otro. Deberías trabajar el desapego. Tienes 36 años, ¡no vayas por ahí diciendo que eres viuda! Corta el hilo. Pasa página.
Poco a poco dejas de compartir lo que sientes porque la respuesta social tiende a desautorizar el dolor, la rabia, la tristeza, y te empuja a volver a la normalidad cuanto antes. Si no lo haces correrás el riesgo de que, en el mejor de los casos, se le quite importancia a lo que intentas compartir o se te ofrezcan demasiados consejos no solicitados. En el peor, se te invalidará o se te ridiculizará, tus sentimientos serán abiertamente corregidos, te dirán que exageras o que eres poco adaptativa. El resultado es bastante desastroso. Las personas en duelo acaban censurando y reprimiendo sus sentimientos, o enfureciéndose ante la falta de tacto que reciben por parte de los demás. Al mismo tiempo, quienes desean acompañar no saben qué hacer porque nadie les ha enseñado a responder correctamente y solo reciben furia o indiferencia por parte de las personas a las que intentan ayudar. Al final todo el mundo se siente ofendido y el dolor por la pérdida se convierte en tabú.
Hay que dejar claro que no es culpa de nadie. Simplemente nuestra educación sobre los cuidados que requiere el duelo (si es que la hay) parte de esta cultura de evitación del dolor, de enmendar lo que está roto, de intentar intervenir para hacer que las cosas parezcan mínimamente mejores. Nadie nos ha enseñado a hacerlo de otro modo. Nadie nos ha explicado cómo sostener el abismo de un corazón brutal e irremediablemente roto. Creemos que las personas en duelo necesitan separarse de su pena, dejar de sentirla y mirar hacia delante, aunque lo cierto es que eso las fuerza a ir contra la realidad. Ha habido un daño. Hay una herida que requiere cuidados. Cuando nos rompemos un brazo o tenemos apendicitis comprendemos que para sanar no basta con eliminar los síntomas. Sucede lo mismo con el dolor por la pérdida de alguien a quien amábamos profundamente. No debe silenciarse. No debe mirarse para otro lado. Se tiene que aprender a vivir con él y para hacerlo necesitamos nombrarlo. Necesitamos sentirlo. Necesitamos mucho tiempo y necesitamos que durante ese tiempo podamos elaborarlo, viviéndolo plenamente. Nuestro dolor será el hilo a partir del cual podremos seguir narrando nuestra historia, manteniendo vivo el vínculo con la persona que hemos perdido e incorporándolo a nuestra identidad. El objetivo de las historias de pérdida no debería ser quedar por encima del dolor o eliminarlo, sino mostrarnos cómo convivir con él. Cómo seguir viviendo cuando la lógica con la que ordenabas tu vida se ha reducido a pedazos. El duelo es un elemento más de nuestro paisaje emocional y debe encontrar su sitio junto al resto de experiencias que nos definen.
Si actuamos como si nada grave hubiese sucedido estaremos impidiendo que se trabajen aspectos muy importantes de lo que estamos sintiendo, deteniendo el proceso de sanación. Es un dolor muy difícil de mirar, pura devastación, pero si lo pasamos por alto estaremos apagando la posibilidad de integrar y de honrar una de las manifestaciones más salvajes del amor. La normalidad forzada, esa que nos obliga a estar bien en situaciones en las que no es natural estarlo, se vuelve tóxica cuando oculta una dificultad que necesita ser atendida. El pensamiento positivo y la medicación no pueden ser las únicas formas válidas de enfrentarse al sufrimiento. El dolor no expresado y no compartido se enquista. Negar y bloquear las emociones negativas no ayuda. Ignorar que esos sentimientos existen solo consigue que el malestar aumente.
Si mi duelo fuese un personaje de cuento estaría muy lejos de ser una iluminada. Sería Maléfica, mutilada y visceral, con el desconsuelo grabado en la cara, diciendo en voz muy alta que el horror y la devastación forman parte de la vida y que es atroz atravesarlos sola. Claro que estoy alterada. Claro que estoy rota. La solución pasa por dejar de ver este dolor como algo que debemos eliminar para dar paso a un entendimiento profundo de su función y su importancia. Tenemos que dejar de intentar combatirlo para empezar a atenderlo. Nadie debería sentir la obligación de convertir su tragedia en algo agradable para las demás, pero todas deberíamos poder expresar y compartir lo que supone vivir una experiencia de esta envergadura sin temor a ser rechazadas. El error de comportamiento no es ser vulnerable, sino desatender nuestra vulnerabilidad y la de quienes nos rodean.
Necesitamos aprender a acompañar de forma cercana y sencilla, confiando en la íntima lógica que guía cada proceso de pérdida. Las personas en duelo pueden aprender a vivir con su dolor, pueden volver a ser felices, pero los motivos que las hagan decidir seguir adelante deben provenir de ellas mismas, deben ser un acto de soberanía personal y autoconocimiento, no una imposición externa promovida por una cultura que convierte el dolor y la muerte en aberraciones incómodas. Por paradójico que resulte, la cura para el dolor se encuentra en el dolor. Por difícil que sea, el mejor apoyo que podemos ofrecer es atrevernos a permanecer junto a ellas en la oscuridad.