nº42 | mi cuerpo es mío

Maricas de pueblo

Si una se fija un poco en las narrativas que genera la lucha por los derechos sexuales y la visibilidad LGBTI, estas son principalmente urbanas. Los derechos se consiguen en las grandes capitales y los lugares de socialización y agregación para maricas se dan principalmente en las urbes. Muchas de nosotras hemos dejado el pueblo con una claridad: el pueblo es el atraso y la ciudad el sumun de la libertad. Y claro, si una rasca en la biografía de las maricas de mediana edad que nos hemos criado en los pueblos, hemos vivido una serie de violencias y control social por parte de nuestro entorno que ni por asomo lo han vivido nuestras compas de las grandes ciudades. ¿Alguna vez os habéis planteado lo que significa ir al médico del pueblo con alguna dolencia anal derivada de alguna práctica sexual, siendo la hija de María la frutera? ¡Qué escándalo, maricón! Y ¡qué vergüenza!

Hay varias cuestiones que aclarar. En primer lugar, todo depende mucho del tipo de pueblo que te toca vivir. La recepción de violencias ejercidas frente a la disidencia sexual va a ser distinta según el ordenamiento del sexo y el género, y la violencia a la que esté acostumbrada la población local. En muchas ocasiones el control social ejerce una presión constante a través de bromas, rechazos o burlas, mientras que en otras se puede realizar a través de agresiones físicas. Tampoco va a ser lo mismo si una tiene mucha pluma o si tiene una expresión más masculina. De pequeñas, las maricas con pluma reciben mucha violencia en el colegio y en las calles, algunas acaban recibiendo el ostracismo. Sin embargo, para las que nos criamos con una expresión de género más acorde con lo que se esperaba de nosotras, como es mi caso, lo más difícil es socializar nuestra sexualidad una vez que crecemos. Al final, de alguna manera, nuestras vidas suelen estar puestas en duda y, aunque hay muchas cosas que están cambiando en los pueblos, siempre hay fuerzas centrífugas que nos expulsan de nuestros lugares de origen.

Este control mayor se manifiesta en tanto las relaciones de afinidad, afecto y, por tanto, de poder son muchas más cercanas en el pueblo: salirse de la norma es más difícil. Si a la hora de jugar, te ibas con las niñas en vez de irte a jugar fútbol con los niños se hacía mucho más evidente que «tú no eras como los demás». El señalamiento y el control en los pueblos es mucho más fiscalizador, dado que muchas más personas vigilan tus expresiones y las regulan de forma violenta, puesto que todo el mundo te conoce. Sumado a ese control, la falta de referentes en la niñez y la adolescencia en nuestros entornos cercanos es fundamental en nuestras biografías. En el colegio te ves muy sola y distinta, hay algo que nunca encaja, sobre todo si estás en una clase con solo 10 o 12 criaturas. Y cuando existían algunos referentes adultos, sobre todo de mariquitas de pueblo1 de toda la vida, se producía un efecto perverso: lo último que una quería era asemejarte al «maricón ese», ya que éramos consciente desde pequeñas de la cantidad de burlas y violencias que podíamos recibir. En nuestra crianza ese referente es el arma arrojadiza que los demás niños nos lanzaban para insinuar que nosotros podíamos ser como ellos. Y claro, ¿quién quiere parecerse a alguien de quien se burlan los demás?

También se encuentran muchas diferencias a la hora de reconocer públicamente que somos maricas. Hay factores que nos igualan, como puede ser el tipo de núcleo de cuidados que hayamos vivido. Sin embargo, si una decide vivir con cierta libertad su orientación sexual, la principal diferencia que sentimos las de pueblo es que el control social se extiende a todo nuestro núcleo: nuestras familias se ven obligadas a salir del armario con nosotras. ¿Es el proceso adaptativo más largo?, ¿tiene mayor peso «el qué dirán» en los pueblos a la hora de salir del armario? No lo sé, pero si una madre o un padre se avergüenzan de su hija marica, en la ciudad puede pasar más desapercibido o vivirse de «puertas para adentro», mientras que en el pueblo cualquier movimiento tendrá un proceso de ida y vuelta con el resto de la vecindad. Además, las posibilidades de encontrar compañeras sexuales o afectivas se dificultan bastante, por la falta de posibilidades, incluso por la falta de reconocimiento mutuo.

Estas cuestiones son claves para entender por qué muchas de las maricas de pueblo no quieren volver a sus pueblos ni en pintura. La vivencia opresiva de las normas en muchos entornos rurales despierta un resentimiento que parece bastante lógico.

Sin embargo, hay muchas que nos empeñamos en volver, ya que percibimos que las relaciones más cercanas que se viven en los pueblos pequeños sirven a veces de colchón protector frente al acoso o las agresiones. Una vivencia más comunitaria del orden juega en nuestra contra (es más difícil ser visible y salirse de la norma), pero juega también a nuestro favor; nos sentimos más protegidas porque todo el mundo nos conoce y puede llegar a respetarnos, simplemente porque nos conocen y nos han visto crecer. Nuestra jaula puede ser a veces nuestro refugio. Alguna de nosotras hemos sentido que la vida en el pueblo es más significada en tanto eres alguien independientemente de nuestras características personales. El entorno en el que vas al colegio, te tomas las primeras copas o te fumas tus primeros petardos, incluso con quien socializas tus primeros deseos, cambió bastante poco en al menos las primeras dos décadas de vida. El sentido más comunitario del control social lo es a su vez de los cuidados y, dado que las relaciones son más cercanas y duraderas, surgen solidaridades internas que pueden proteger la disidencia, en torno a afinidades y vínculos de proximidad. Aunque sea desde una perspectiva excesivamente paternalista, el respeto de la persona más vulnerable puede estar garantizada gracias a estas cercanías. Además, ¿por qué siempre somos nosotras las que tenemos que abandonar los pueblos, si a muchas de nosotras nos gusta ese tipo de vida?

Y hay una cuestión poco reconocida, ¿no son las vidas de muchas maricas de pueblo las que han poblado las luchas por la disidencia sexual?, ¿no somos nosotras las que hemos poblado los bares, las calles y hemos alegrado también las fiestas en las ciudades? ¿Por qué los pueblos no aparecen nunca en las memorias colectivas, si nuestros cuerpos están marcados también por esas vivencias en callejas, verbenas y olivares? ¿Hubiera sido Barcelona la misma sin la presencia de tantas ocañas andaluzas? ¿Chueca o la Alameda, no nos debe nada o se lo debemos nosotros todo a las ciudades? Quizás es el momento de reconocer nuestros aportes a las luchas y memorias, sin vergüenzas ni idealismo, pero con mucha historia que contar.

1. Hay un interesante artículo sobre mariquitas de pueblo, donde los autores señalan que ese rechazo en nuestra generación, que comenzó a identificarse con la cultura gay, también es motivado por una cuestión de clase, ya que esa mariquita expresiva y con un papel reconocido en muchas de nuestras tradiciones, era vista como una cosa cateta o del pasado. En Globalización y diversidad sexual, gays y mariquitas en Andalucía de Rafael Cáceres y José María Valcuende. Gazeta de Antropología, 2014, 30 (3), artículo 07

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