nº41 | está pasando

Batido de fresa

En la aldea del Rocío el polvo no es solo para los rocieros. A cientxs de jornalerxs tampoco nos deja ver el camino. Debajo del invernadero la fresa está que arde. Eso sí, damos fe de un milagro, la virgen del rocío extendió su manto invisible sobre los ojos de los patrones como para que el dichoso virus nunca hubiera existido.

La historia de los sin nombre, la que siempre se repite, ese tipo de historias que te las cuente quien te las cuente, siempre tienen algo en común; desazón, impotencia, rabia y un sabor de boca bien amargo aunque lo intentes endulzar con fresas.

Apenas a 15 km de la famosa aldea de El Rocío (Almonte) se erige la macro-explotación de frutos rojos «los Mímbrales» con más de mil jornalerxs esclavizadxs. Llegué allí a través de una ETT que ofrecía trabajo y alojamiento. El sueldo era pésimo, pero en tiempos de pandemia pensé «mejor esto que nada». Claro que era consciente de dónde me metía. Había escuchado muchísimas cosas que ocurrían allí, pero pensaba que eran casos esporádicos y que se referían más a la dureza del trabajo en sí. Mi sorpresa fue que el esfuerzo físico, que obviamente era inmenso, fue lo más soportable. Sí, debajo de un invernadero el calor y la fatiga asfixian, pero lo que de verdad me quitaba el aire eran otras cosas. La violencia verbal era constante.

Para lxs manijerxs (capataces del campo) éramos escoria, gente a la que se le podía insultar, vejar, estrujar y explotar. Sabían que necesitábamos el dinero y que si no nos gustaban sus reglas nos podíamos ir. Pero no es nada fácil decidir marcharte y quedarte con los bolsillos vacíos. A sabiendas de esta necesidad, estxs chupasangres sin escrúpulos no dudan en convertir sus explotaciones agrícolas en algo parecido a un campo de trabajos forzados. Casi todos los días había personas que se desplomaban con problemas graves de salud, bajadas de tensión, ataques epilépticos, golpes de calor.

El alojamiento era verdaderamente impactante. Veníamos de la obligación de estar confinadxs y de repente nos meten a setenta personas en una casa. Seis por habitación, una sola cocina y cinco baños. Los enseres escaseaban y los primeros días ni siquiera hubo mantas para todxs. Afortunadamente, la peña que habitaba la casa era estupenda: gente de Burkina Faso, Yemen, Gambia, etc. A pesar del bulo mediático que predecía, en plena crisis pandémica y laboral, vi que españolxs allí seguíamos siendo pocxs; de lxs de Vox no había ningunx (por eso igual había buen rollo). Un dato más: mujeres, pocas, ocho de setenta.

Al hacinamiento humano había que sumarle algo bastante peor: las chinches. Por este maravilloso alojamiento nos cobraban 2.50 € a cada unx, butano aparte. Haciendo una cuenta rápida: setenta trabajadores viviendo allí un mes les rentaban 5 250 € y, sorprendentemente, el convenio establece que la vivienda debe ser gratuita. Como esta casa había dos más en las mismas condiciones. Suma y sigue…

El ambiente en la aldea era turbio, hostil y racista. Parece que son mejor recibidxs lxs miles de peregrinxs que lxs jornalerxs que van a trabajar «sus tierras». A pesar de que el pueblo estaba medio vacío y de verse poca gente en la calle, las pocas veces que salíamos a dar un paseo, lxs vecinxs no dudaban en increparnos a gritos porque paseábamos en pequeño grupos, cuando sabían perfectamente que convivíamos todxs hacinados en la misma casa.

¿Y qué decir de los picoletos? Perros guardianes de toda la maquinaria explotadora que en lugar de ponerse de nuestra parte y denunciar la ilegalidad de la situación venían solo a amenazarnos con multas. Es surrealista que en tiempo de pandemia los cuerpos de seguridad del Estado hagan la vista gorda con la empresa que no ponía ni una sola medida de seguridad (siempre vienen a molestar a lxs mismxs). Estos hombres de verde conocían perfectamente la situación en la que nos hallábamos. La mayoría de sus visitas se producían en el momento de coger el autobús «facilitado» por la empresa para llevarnos al tajo y donde era absurdo mantener la distancia de seguridad para acabar metidxs todxs dentro sin una sola mascarilla. El autobús era uno para todxs (debía trasladar al conjunto de las tres casas a unas 200 personas) y todxs queríamos montarnos lxs primerxs. De lo contrario, suponía llegar tarde y sufrir los gritos de lxs manijerxs. El primer día que vi como la peña se empujaba para meterse a toda prisa no entendí nada. Me quede de la última y ya sabéis, gritos. Al acabar la jornada me di cuenta que otra vez era lo mismo, todxs agolpadxs… Otra vez no entrar de lxs primerxs suponía regresar una hora o dos más tarde a la casa. Y quedarse todo este tiempo tiradx en el albero, con sed, calor y respirando polvo. En fin, al poco yo también me vi luchando para intentar entrar de lxs primerxs pero, con lo bajita que soy, solo me lleve unos cuantos de revoleos. A ver, sin acritud, entiendo que con todo este percal, la conquista de los primeros asientos nos nublaba la vista. Por cierto, por esta mierda de servicio también nos cobraban y también por convenio debería ser gratuito.

Al tiempo, nos despidieron a unas treinta personas de golpe, de forma injustificada y no procedente. Imagina la cara que se nos quedó cuando nos sacaron del invernadero y nos echaron a la calle de malas maneras, con la excusa de que si no era hoy sería mañana, dado que la campaña ya estaba finalizando y que estábamos bajo el mínimo de producción, cuando precisamente ese día no había ningún control de las cantidades. En fin, algo bastante aleatorio; en ese grupo había trabajadorxs muy válidxs. Parecía más una táctica para amedrentar al resto de la plantilla que mantenía su puesto y dejar claro que allí si no te matas, te echan. En medio de toda la vorágine, me dio por decirles que eso no era legal, que nos pondríamos de acuerdo y hablaríamos con una abogada. A la tarde vino un señoro a la casa, readmitió a 5 o 6 personas y a mí en concreto me dejó fuera por haber dicho lo de la abogada. O sea, que para estos malnacidos, informarnos de nuestros derechos es un motivo para el despido.

Afortunadamente, conté con la ayuda de mis amiguis abogadxs, y especialmente con el apoyo de Jornaleras de Huelva, que en todo momento se interesaron por nuestra situación. A día de hoy un pequeño grupo estamos intentando denunciar a la empresa a través de este colectivo que nos presta servicio jurídico gratuito, aunque el proceso va a ser un poco difícil, pues la empresa nunca nos facilitó el contrato ni la carta de despido.

Pues nada, aquí la historia de lxs sin nombre, la de lxs jornalerxs explotadxs del campo. A pesar de la injusticia vivida me quedo con ellxs, que sí que tienen nombre. Muchas gracias, Jawara, Harouna, Yule y Ana. Todo esto sin vosotrxs habría sido mil veces más duro. Ustedes son lo mejor de esta historia.

Así que al Rocío no pienso volver. Boicot a la fresa forever. Que ardan los invernaderos. No la compres que te quemas las manos.

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