nº39 | desmontando mitos

Los pasos en el vacío

Novela y realidad del sistema penitenciario

Uno de los mitos más compactos de nuestra sociedad es la prisión. La institución y las teorías jurídicas que la envuelven, pero también un mito hacia fuera por las creencias que nos genera. Un sistema penal que declara proteger los bienes jurídicos, ser proporcional y justo, que proclama una serie de garantías individuales de defensa y que se orienta a la recuperación de las personas para la vida en sociedad. Un derecho penal y penitenciario humano, superador de los atroces castigos de tiempos pasados.

Para hablar de este mito nos reunimos un jurista, un maestro y una madre de un preso, con la excusa de la presentación de la novela del maestro, Los pasos en el vacío (Ed. Cazador de Ratas, 2019), donde el autor nos relata algunas de las miserias de nuestras cárceles, descubiertas o intuidas en su trabajo diario. Novela de la que iremos intercalando fragmentos.

Con unas letras verdes oscuras sobre fondo gris, observé un cartel: “ODIA EL DELITO, COMPADECE AL DELINCUENTE”. Así, sin más, cual irónico y atroz mensaje a la entrada de un campo de concentración del siglo pasado. En aquella pared desconchada colgaba esa frase en un ridículo marco. Consiguió nublarme la mente ante las preguntas finales del funcionario y me hizo rememorar mis noches en blanco, mi juicio, aquella fatídica tarde de violencia y el odio que aún sentía pasado todo este tiempo. Salvo algunas personas que me mandaban apoyos y saludos, nunca nadie se había compadecido de mi situación con total sinceridad, creo que ni mi abogado. Yo fui culpable desde el principio y así lo iba a seguir siendo durante bastante tiempo. Casi todos hablaban del mal que yo había ocasionado y de la poca o ninguna justificación posible. Ninguna mano en el hombro, ningún abrazo de cortesía y ningún esfuerzo profundo para mostrar mi inocencia.

Este mito se promociona a diario por políticos y medios de comunicación, haciéndonos pensar que el sistema se excede en su benevolencia hacia las personas que cometen delitos, desatendiendo a la víctima y agasajando al infractor con unas condiciones de vida envidiables: formación, actividades educativas y laborales, instalaciones deportivas, piscinas o incluso penas excesivamente breves.
“Maestro, ¿me da usted las llaves del armario que hace tres años que no abro una puerta por mí solo?” Un interno cuyo rostro yo ya conocía, le imploró al profesor que le dejara abrir el armarito donde se guardaban las carpetas individuales de trabajo. Don Luis accedió mientras repartía bolígrafos y lápices para todos. Al minuto empezó a preguntarme por mis estudios, y si sabía leer y escribir. La clase transcurrió siendo una mezcla entre un estrafalario jardín de infancia y un sanatorio de payasos moribundos. Estuvimos una hora y media en la que cada quince minutos se tenía que levantar algún alumno que, diciendo que iba al servicio, le daba dos o tres caladas a un cigarro y entraba echando el final de la calada.

Tenemos casi sesenta mil personas presas en nuestros noventa y dos establecimientos penitenciarios, la mayoría por delitos contra el patrimonio y trapicheos de drogas. Una de las tasas más altas de Europa a pesar de tener un índice de criminalidad de los más bajos. Una persona por cada 20 delitos descubiertos mientras en Suecia, por ejemplo, es una por cada 214 delitos. Usamos mucho la pena de prisión, tenemos condenas más largas y menos posibilidades de salida anticipada.

¿Por qué las cárceles son factorías que dan cada día más trabajo? ¿Cómo se mira al espejo el funcionario que lleva a su hijo al colegio, le da dos besos entrañables y después aparece por allí con ganas de joderle la vida al personal? ¿Qué posibilidad hay de reinserción si allí estamos todo el día entre delincuentes, enganchados y violentos que no te permiten levantar cabeza ni vivir en un ambiente pacífico? ¿Cómo quieren que se defienda en un juicio un tipo pobre que no sabe leer? ¿Adónde va el que recobra la libertad si anteriormente ya fue preso de la droga y la soledad? ¿Por qué hay tantos presos que sienten orgullo de su paso por el presidio? ¿Por qué la reinserción es una auténtica falacia y sigo sin encontrar nada positivo en una prisión?

Las cárceles enferman y matan: hepatitis C, tuberculosis, VIH, problemas mentales, adicciones, agresiones físicas y psicológicas. En 2018 fallecieron 210 personas reclusas. No hay tratamientos ni actividades para toda la población. Solo el 20% realiza una actividad productiva, con un salario mísero o inexistente, y con tareas inútiles y repetitivas en la mayoría de los casos. El personal penitenciario se dedica en su mayor parte a la vigilancia y la burocracia, y las actividades y el trabajo se reparten como premios por la buena conducta, convirtiéndose en una forma de control y disciplina.

Los últimos días en enfermería me invitaron a salir al patio con todos los enfermos y residentes. Había la mitad de gente que en mi módulo, pero todos o casi todos me llamaban la atención de alguna manera. Lo primero que me sorprendió fue el silencio entre aquellas paredes, con gente que te miraba fijamente durante minutos sin disimular su gesto, algunos incluso babeando o con tics nerviosos bastante evidentes. Otros tenían un aspecto de criaturas agonizantes con las mejillas hundidas, abrigados excesivamente, con gorros de lana ajados y arrastrando sus pies. Y todos me pedían tabaco constantemente, algunos agarrados a la bombona de oxígeno portátil. […] Daban vueltas con la mirada perdida, fumando sin parar e invitando a la muerte a compartir mesa y mantel.

Pero aunque todo fuera bien, privar de libertad no sirve de mucho y acarrea consecuencias terribles para el cuerpo y la mente de la persona recluida, para sus familiares y para toda la sociedad. No, las prisiones no están para cumplir las funciones y los fines que declaran. No defienden nuestros derechos, no previenen los conflictos ni los resuelven, no re-socializan. Pero siguen en pie a pesar del supuesto fracaso. Esto no es una contradicción: es una ideología. No hay fracaso. El sistema penal y penitenciario es una gran fábrica de consenso social, de generación de mensajes sobre lo bueno y lo malo —y los buenos y los malos—, una maquinaria de reproducción de la desigualdad y de legitimación del sistema socio-económico.

¿Cómo es la cárcel? La cárcel es la nada. Quizás no haya nada que decir, ya que huele a nada, sabe a nada, haces nada y significas nada.
Villa Candado perdió el morbo el primer minuto del primer día, y se esfumó su aroma a legendaria clandestinidad cuando enfilé el pasillo principal. Me di de bruces con la realidad mientras palpaba la violencia, con unas pocas miradas y con el clima tenso que lo envuelve todo. […] Las cárceles y sus huéspedes indeseables pero necesarios. El sistema es lo que tiene. La cárcel es una mierda.

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