nº28 | todo era campo

Genealogía de la invisibilidad:

otra posible historia de Gerda Taro y Kati Horna

Tengo una caja donde guardo todas las fotos de mi infancia, pero también las de mi familia. Un robo sigiloso que he ido realizando lentamente, durante las visitas a la casa de mi madre, hasta apropiarme de todo el archivo familiar.

Todas esas fotografías y negativos, los álbumes organizados según el año o las fiestas, son documentos que me permiten conocer la genealogía de mi familia y en cierta manera construir su historia. El álbum de familia se convierte, por lo tanto, en un gran relato social e histórico, en palabras de Susan Sontag: «mediante las fotografías cada familia construye una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos». 

De la caja, saco un retrato de mi madre cuando era niña, una foto pequeña en blanco y negro, con las esquinas redondeadas y el papel amarillento. Mi madre va vestida con el uniforme del colegio, tiene el pelo muy corto y está regordeta, pero reconozco su mirada con la misma expresión que tiene ahora, cándida y rebelde a partes iguales.

Pienso en las mujeres de mi familia, en sus vidas difíciles de esa España gris; intento imaginar sus rutinas, adaptadas a esa sociedad militarizada y rígida. Un día mi abuela me contó cómo consiguió que su familia no fuera detenida, en uno de esos registros de los nacionales, mostrando su cajita donde guardaba, entre otras cosas, un escapulario y un retal de la bandera de España. Mi abuela era entonces una niña, pero recordaba perfectamente el estupor del miedo, mezclado con cierta sensación de heroicidad.

Pienso en su madre, una mujer muy buena a quien su primer marido perdió a las cartas. Amenazada con ser violada, la madre de mi abuela huyó con su hija, tuvo que abandonar a su hijo y empezar una vida nueva, una vida anónima. 

Decía Virginia Woolf que «durante la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer». Existe, por lo tanto, una genealogía de mujeres invisibilizadas, de vidas anónimas o suplantadas, apropiadas por identidades masculinas o directamente borradas de la historia. Algo extremadamente bélico, pues existe mucha violencia en esa política del olvido de la historia, de la historia de las mujeres. Si la historia la construyen los vencedores, los oportunistas y los poderosos, las mujeres tenemos, en nuestras genealogías, otro relato de la historia donde no somos invisibles.

En Tres guineas, Virginia Woolf responde a la pregunta «¿cómo hemos de evitar la guerra?». Woolf da una respuesta tan evidente como inoportuna y es que la guerra es un invento de los hombres, establecida y normalizada de tal forma, que la necesitan incluso aquellos que luchan para erradicarla.

Ya que si bien es cierto que ambos sexos comparten, más o menos, muchos instintos, el de luchar ha sido siempre hábito del hombre y no de la mujer. Las leyes y las costumbres han desarrollado esa diferencia, ya innata, ya ocasional. Raro ha sido el ser humano, en el curso de la historia, que haya caído bajo un fusil sostenido por una mujer; la gran mayoría de los pájaros y las bestias han sido muertas por los hombres, por ustedes y no por nosotras. Y es difícil enjuiciar lo que no compartimos.

En un momento del libro, Woolf analiza unas fotografías de la guerra civil española, imágenes de un pueblo derruido y niños muertos y mutilados. Nadie puede quedar impasible viendo esas imágenes; el rechazo y la aberración son compartidas tanto por mujeres como por hombres, pero como dice Susan Sontag: «las fotografías de las víctimas de la guerra son en sí mismas una suerte de retórica. Reiteran. Simplifican. Agitan. Crean ilusión de consenso». En esa mercantilización de lo bélico, la lucha pacifista, si existiera tal lucha, no hace más que alimentar y dar sentido a la guerra misma.

La guerra civil española fue la primera gran guerra que estableció una nueva manera de documentar los conflictos bélicos. La evolución tecnológica de la fotografía permitió cámaras más ligeras y  más rápidas; surgen entonces los grandes reportajes fotográficos. Las imágenes reivindican su importancia, junto con el texto escrito, en los periódicos y revistas de la época. Nace así la figura del fotorreportero, audaz y valiente que se juega la vida en la lucha por mostrar «la verdad» del conflicto. Que además es capaz de meterse en pleno epicentro de la batalla, de acompañar a los soldados en el frente, de disparar a la vez que ellos, con tal de documentar ampliamente la guerra y sus consecuencias.

En septiembre de 1936 se publica en la revista Vu la fotografía que, más tarde, se convertiría en un icono de la guerra civil: el miliciano muerto en Cerro Muriano. Durante años, la imagen ha sido cuestionada por la sospecha de que fuera un montaje y el miliciano estuviera fingiendo su muerte, pero la verdadera polémica de esa fotografía es su autoría. La cámara que se usó para realizar esa imagen fue la Reflex Korelle, que es la cámara que solía utilizar Gerda Taro; pero a lo largo de la historia, esa y otras muchas de las fotografías que realizó hasta su muerte, fueron publicadas a nombre del seudónimo que ella inventó y que usaba su pareja, el famoso reportero de guerra.

Gerda Taro murió atropellada por un tanque cuando escapaba del ataque de los aviones Cóndor alemanes en la batalla de Brunete, una de las más cruentas de la guerra civil. Su gran trabajo fotográfico, la gran mayoría de sus imágenes, han sido ignoradas durante décadas. El olvido de la historia es la peor muerte que existe, pues no deja rastro alguno.

Si para Gerda Taro lo realmente importante era captar la imagen violenta y cruel de la guerra civil, desde la lucha antifascista, pero mostrando toda su crudeza, Kati Horna prefirió retratar la guerra española desde su condición de anarquista y en base a un pensamiento anti-belicista. Alejada de la crudeza desgarrada de la acción y del frente, Horna entendía que reproducir imágenes violentas de la guerra, de una manera o de otra, era darle sentido, naturalizarla.

Las fotografías de Horna muestran el día a día de la vida rutinaria, retrata a mujeres con sus bebés, ancianos y niños. Si Gerda Taro documentó a las milicianas, Horna retrata con la misma heroicidad los grupos de mujeres que mantienen sus vidas cotidianas a pesar de la situación de hambre, miedo y miseria.  

Kati Horna se definía como una obrera del arte, no firmaba sus obras y trabajaba en diferentes revistas, llegando a ser jefa de redacción de la revista Umbral. Horna entendía la fotografía como una manera de cambiar el mundo y en esa coherencia construyó otra mirada de la guerra civil, que nos ha permitido conocer las vidas anónimas, la guerra más allá de las bombas y los soldados, de la sangre y la muerte.

La historia de Kati Horna ha sido desconocida durante décadas por ser mujer y anarquista, pues el relato de toda historia pertenece a los vencedores.

Entre las fotos de mi cajita, descubro una de cuando era niña, voy vestida de pirata y sostengo un catalejo como si quisiera descubrir un mundo nuevo. Pienso en Virginia Woolf y en la respuesta a esa pregunta imposible de Tres guineas. Dejaremos de ser invisibles cuando se reconozca abierta y explícitamente quién hace la guerra; mientras tanto, seguiremos tejiendo nuestras genealogías, casi como un acto revolucionario. 

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