nº24 | está pasando

La indefensión de las prostitutas

Soy trabajadora del sexo. Desde hace algunos años contacto con mis clientes en la calle. Empecé en esta actividad allá por 1997, en los tiempos en que la Casa de Campo de Madrid estaba abierta a todas horas al público y trabajábamos sin más problemas que los que se pudieran presentar en la cotidianidad: que si la lluvia, que si el cliente borracho, que si el maleducado… La Policía estaba continuamente pidiendo la documentación y no todas tenían «los papeles en regla», eran frecuentes las redadas en busca de «sin papeles».

Las trabajadoras del sexo captábamos a la clientela al pie de la vía y los servicios los realizábamos, como norma general, en los propios vehículos, cerca de donde nos ubicábamos. Poco a poco, nos lo pusieron más difícil. Primero colocaron vallas de madera. Las autoridades explicaron que se trataba de «barreras protectoras». La consecuencia fue que los coches ya no podían parar al lado de la vía. Nos trasladamos al aparcamiento, más alejado. Pero las vías fueron cerrándose poco a poco. Cada vez contábamos con menos espacio para trabajar y lo hacíamos en lugares menos seguros y transitados.

Las incursiones policiales se acrecentaron. Actuaban conjuntamente la Policía Municipal y la Policía Nacional, concretamente de migración. Sufrimos cortes de tráfico y desvíos caprichosos de la circulación, calles cortadas a determinadas horas, redadas a las mujeres que se encontraban en «situación irregular», insistentes controles de alcoholemia a los clientes, multas de tráfico injustificadas a horas intempestivas, etc. Es decir, poco a poco, las autoridades consiguieron poner en marcha la diáspora de prostitutas por Madrid. Tuvimos que desplazarnos a otros lugares que contaban con los inconvenientes consabidos: enfrentamientos y discrepancias con el vecindario, comerciantes, etc. Por si fuera poco, se colocaron cámaras en la vía pública que ahuyentaron a nuestros clientes. Las prostitutas nos vimos obligadas a demandar nuestras reivindicaciones ante el consistorio municipal y nos manifestamos exigiendo nuestros derechos.

La ley mordaza

Posteriormente el Gobierno del Partido Popular aprobó la ley de Seguridad Ciudadana, más conocida como ley mordaza, que penaliza tanto a clientes como a trabajadoras del sexo. Dicha ley, que entró en vigor el 1 de julio de 2015, ha venido acompañada de consecuencias terribles: más estigmatización para nosotras, más hostigamientos, más actas de denuncias constantes por cualquier cosa: por pararnos aquí, por pararnos allá, por nuestras vestimentas (da igual cómo vistas, cualquier escote, falda, pantalón corto, largo o ceñido al cuerpo, blusa, vestido). Todo vale y justifica su denuncia impuesta, tanto si vas vestida como si no, si te encuentra en la acera como si no, si estás hablando, si vas en coche con alguien, si estás esperando el bus para marcharte, si estás parada o si estás en sitios estratégicos de la zona realizando servicios. Nosotras, las prostitutas, somos juzgadas, en ocasiones, por la policía, juzgadas como «malas madres». Pueden soltarte tranquilamente la dichosa frase de «¿qué dirán tus hijos?», porque la carga moral está presente en el momento que extienden la denuncia. Aquí no se salva nadie, ni el señor que vende los preservativos, ni el señor al que compramos los bocadillos, ni el cunda que nos hace de taxi. Todos son calificados de «puteros», tratados como «criminales»… Y nosotras, vapuleadas, y nuestros datos personales utilizados para rellenar las denuncias hechas contra nuestros clientes o contra las personas que tratan de buscarse la vida en el polígono vendiendo bocadillos.

Reacción

Con esta ley en ejecución, las putas llegamos a comprender lúcidamente que siempre se ha perseguido la prostitución, que se ha utilizado la ley de migración como excusa para perseguirnos y expulsarnos del país. Ahora ya hay un instrumento a nivel estatal. Días antes de la entrada en vigor de la ley mordaza, algunos policías de migración nos advertían de manera pletórica y triunfal cómo la aplicación de la ley de Seguridad Ciudadana acabaría con nuestra actividad. Y se cumplió lo que nos habían prometido: las denuncias impuestas contra nosotras, las monsergas y reproches —casi lo peor de todo— que acompañaban a las mismas.

En esta difícil situación —con más de 30 denuncias en una sola tarde— vimos la necesidad de protestar, gritar y hacernos escuchar. Así nació la Agrupación Feminista de Trabajadoras Sexuales (Afemtras), conformada por mujeres cis, mujeres trans y travestidos. El colmo fue que el foco mediático solo apuntaba hacia un objetivo: la denuncia de que una «posible víctima de trata» pudiera estar siendo multada. Porque para las autoridades solo existen las víctimas de trata, nosotras no existimos. Y para los medios de comunicación, en ocasiones, tampoco. Y cuando existimos, se nos criminaliza por nuestra actividad.

Desde Afemtras estamos dando a conocer nuestra situación y nuestro descontento por medidas injustas, desproporcionadas e ineficaces. Ponemos el acento en las consecuencias negativas de la aplicación de leyes injustas sobre nuestras vidas. Asistimos asombradas e indignadas al descrédito que se hace de nuestro oficio y a la perversión que supone confundirla —intencionadamente— con la trata de personas.

Las trabajadoras del sexo apoyamos sin fisuras a las víctimas de trata y somos las primeras en ver indicios de trata y ponerlo en conocimiento de las asociaciones con quienes colaboramos. Quiero señalar también que son muchas veces los clientes quienes contactan con las autoridades y las asociaciones cuando detectan posibles casos de trata.

Pero nosotras, profesionales del sexo, estamos demandando a los consistorios espacios donde podamos trabajar sin molestar y sin ser molestadas. Las multas nos perjudican y las multas a nuestros clientes nos perjudican de manera flagrante (podemos no castigar a un comerciante por su actividad, pero si multamos a quienes entren en su establecimiento, le estamos perjudicando directamente). Tenemos la obligación de defender y desdemonizar a nuestros clientes porque entendemos que existe un contrato verbal de intercambio de servicios sexuales por dinero con el consentimiento de dos personas adultas y el Estado no debería intervenir —y menos hacerlo con una moralidad propia de otros siglos—.

Por tanto, exigimos que las autoridades diferencien entre trabajo sexual y trata de personas. Si no es así, las víctimas de trata reales continuarán desprotegidas y nosotras soportando la indefensión, y sin que nuestros derechos sociales y laborales sean reconocidos. ¿Acaso alguien vive mejor sin derechos?

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