nº12 | editorial

¿Debemos hasta «de callarnos»?

Tengo, tengo, tengo, tú no tienes nada… (Cancionero populá)

«¡Debo hasta de callarme». Esta era una expresión muy de mi madre —y de las madres de otras muchas— cada vez que consultaba sus cuentas en las tiendas del barrio donde se abastecía de lo necesario para que nuestra existencia se desarrollara amablemente. Mi madre —y las madres de otras muchas— compraba la comida, la ropa, los muebles y electrodomésticos y hasta los libros del colegio en tiendecitas que practicaban la dita como mecanismo de «crédito».

La dita funcionaba como un sistema de financiación a escala humana. Las personas podían adquirir los bienes necesarios, contemplando y asumiendo sus posibilidades y límites monetarios, y negociando con la ditera el modo de pago. Recuerdo como mi madre llevaba unos meses 500 pesetas y otros meses menos, dependiendo de las posibilidades que el escaso sueldo de mi padre procurara en ese momento. También recuerdo como la persona acreedora apuntaba —unas en un papel de estraza y otras en un cuaderno— las cantidades recibidas para ir poco a poco liquidando la deuda. Siempre cumplía y nunca fue amenazada ni atosigada. El sistema se basaba en la confianza mutua; y funcionar, puedo asegurar que funcionaba.

Y estas eran las deudas, al menos las que yo recuerdo. Deudas de las que sabías perfectamente el origen, el porqué y el para qué. Deudas que se iban solventando, de manera que se consideraban y satisfacían las necesidades y posibilidades de las partes implicadas.

No tengo conciencia precisa del momento en que l*s diter*s fueron sustituíd*s por cajer*s de carne o electrónicos, y el papel de estraza y los cuadernos por ordenadores y algoritmos. Lo que sí puedo asegurar, sin miedo a equivocarme, es que coincide con el momento en que los sistemas de financiación comenzaron el proceso de deshumanización absoluta.

Y en esta sustitución hemos llegado al punto en que cada españolit* de a pie tenemos una deuda de 23 445 euros (si es una familia, hagan cálculos). Una deuda que no llegamos a entender y de la que no hemos sido conscientes hasta que nos ha caído encima como una bomba. Una deuda que no hemos generado de manera negociada, pudiendo ser conscientes de nuestros límites y posibilidades, ni adquiriendo los bienes y servicios que nos procuraran una existencia amable.

Una deuda que no está regulada legalmente y que no nos corresponde moralmente. Y ahora qué, ¿debemos hasta de callarnos?

Pero esto no es todo. Una vez más, la economía convencional es la brújula que define la toma de decisiones —que evidentemente no responde a la búsqueda del bienestar de las personas— e incluso define el imaginario, el ideario colectivo. En medios de comunicación convencionales —periódicos, televisión, radio y barras de bares— escucho hablar de la DEUDA, pero solo reducida a la deuda financiera que está acabando con la felicidad de las gentes. Pero nada oigo de otros tipos de deuda y que para mí son infinitamente más reales y urgentes de enfrentar y solucionar.

Yo me siento acreedora del tiempo robado. ¿Quién me repondrá el tiempo trabajado generando dinero que ha ido a las arcas del Estado, supuestamente a la caja común, y que finalmente ha servido para «rescatar» a los bancos que se han endeudado inventándose un dinero que no tenían, o para financiar macroinfraestructuras que solo benefician a unos pocos?

¿Y la deuda que tenemos con l*s creador*s de historias, de sensaciones, de belleza…? ¿Y la música? ¡Ay, la música!

¿Qué sucede con la deuda contraída con los países empobrecidos que han sufrido siglos y siglos de expolio sobre sus cuerpos y sus recursos, condenándolos a situaciones de empobrecimiento perpetuo, de renuncia a sus maneras de entender cómo ha de gestionarse su territorio, de desarrollarse como sociedades sanas y satisfechas?

¿Qué sucede con la deuda contraída con las personas dedicadas a cuidarnos y a cuidar la vida, las que han otorgado un poco de sensatez al devenir de este sistema inhumano? ¿Qué hubiera sido de nosotr*s si no hubieran estado ahí? ¿Cuánto les debemos?

Y la que me parece lamentablemente, la peor de todas, es la deuda generada con todas las personas que aún están por nacer. Con quien aún queda por venir… ¿Cómo se va a devolver la deuda contraída tras siglos de devorar los recursos de las entrañas de la Tierra y para los que no existe posibilidad de reposición?

Como siempre, la única esperanza que nos queda es la gente que se organiza para intentar frenar la deuda estafadora generada por los bancos, los Estados y otras organizaciones igualmente perversas. Y otras muchas personas que trabajan día a día por visibilizar y frenar o solventar las otras deudas invisibilizadas.

Está claro que no debemos hasta de callarnos, que habrá que resistir, pensar, presionar, revertir, gritar, organizar la rabia… Preguntándonos en todo momento: ¿quién le debe a quién?

Salú.

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