nº5 | política local

Mío, nuestro, suyo

El reciente encuentro sevillano de ENAPPAL, la red de Asociaciones de Protección del Patrimonio Local, estaba acompañado de traducción en lengua de signos. Intentamos descifrar los gestos de la traductora y reconocemos la palabra «patrimonio»: dos golpes en el pecho, casi un mea culpa, un signo de aflicción. En realidad, es sinónimo de la palabra «mío». ¿Eso es el patrimonio? ¿Lo que es mío, lo que he heredado, ganado, lo que puedo transformar en dinero cuando me convenga? Días más tarde, esto fue lo que nos preguntó un financial manager en ciernes cuando le intentamos explicar a qué nos dedicábamos. Patrimonio, en la literatura científica específica, es todo lo que queremos salvaguardar de nuestro pasado y transmitir al futuro. Lejos de la visión monetaria del manager, es la capacidad de crear memoria colectiva. No es «mío», sino «nuestro». Y a pesar de que las Naciones Unidas no lo reconozcan como uno de los derechos fundamentales, lo es: el derecho de construir nuestra memoria.

Patrimonio y consumo

Todo esto no es tan obvio. Desde hace tiempo, al discurso oficial sobre el patrimonio se le han incorporado palabras como industria y beneficio, que implican que solo se conserve lo que es rentable, con el único objetivo de llenar de contenidos las tardes ociosas de los turistas. El patrimonio hace tiempo que pasó de almacén de la memoria a caja de caudales.

Algunos patrimonios se venden mejor que otros. Una taquilla y un torno garantizan una buena caja con las visitas a los restos romanos de la Encarnación, como parte del reclamo turístico del edificio pagado con dinero público y cedido en concesión por cuarenta años a la constructora Sacyr. Baje al subsuelo y pague por ver la Sevilla antigua; suba al mirador y pague por ver la Sevilla moderna. Y, mientras, el recuerdo de nuestro pasado más reciente —del antiguo mercado de abastos que ocupó esa plaza hasta 1970 y que ha quedado reducido a unos pocos puestos asfixiados por los contratos de alquiler con la concesionaria— se pierde en el olvido. ¿Por qué no debe ser recordado? ¿Tal vez porque cuenta una historia de nombres comunes? Afortunadamente, el futuro de la memoria está garantizado: las setas ya son patrimonio de los movimientos, después de su ocupación el 15M de 2011.

Cuando aparece el beneficio económico, desaparece el derecho a disfrutar del patrimonio. El Patio de los Naranjos fue incorporado temporalmente a la visita de pago de la catedral de Sevilla en 1992: a pesar de las protestas ciudadanas reclamándolo como espacio público, sigue siendo accesible solo previo pago del óbolo al obispado. Pero si el beneficio que genera el patrimonio es de la Iglesia, no lo es tanto el peso de su conservación: recientemente, el Ayuntamiento anunció a bombo y platillo la concesión de una ayuda de 105 568,64 euros para rehabilitar el convento de San Leandro. Y, mientras, olvida y condena a la ruina a la Casa Palacio del Pumarejo, del mismo valor patrimonial y, en este caso, de su propiedad. Cuestión de prioridades y de interlocutores.

Patrimonio y propaganda

Que el olvido sea una herramienta de control y propaganda, una privatización simbólica, lo descubrieron la literatura y el cine hace muchos títulos. Fahrenheit 451, El planeta de los simios, Blade runner… las distopías futuristas y los cambios en nuestro entorno nos muestran que no hay mejor manera de manipular la conciencia colectiva que apropiarse del pasado. ¿Cuánta gente de Sevilla recuerda a Casa Cornelio, bombardeada en 1931 por ser el epicentro de los movimientos anarquistas del casco norte? Su recuerdo se ha sepultado bajo la basílica de la Macarena que hoy ocupa el mismo solar. Y allí los devotos rinden homenaje a una talla de madera y una controvertida tumba, con el convencimiento de que este es su patrimonio y no aquel.

Una de las muchas víctimas de la crisis ha sido la ley de memoria histórica. No ha sido necesario derogarla: la falta de presupuesto la ha dejado prácticamente sin efecto. Y, mientras, el Diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia nos habla de Franco como «generalísimo» y «jefe de Estado», pero nunca como dictador; y nos dice que montó un régimen «autoritario, pero no totalitario», obviando que montó un Estado represivo sobre la tumba de un gobierno democrático; que persiguió y exterminó a sus oponentes. Un libro de texto editado este año contaba que García Lorca fue un poeta que «murió cerca de su pueblo durante la Guerra», y que Antonio Machado «se fue a Francia con su familia, donde vivió hasta su muerte». No olvidemos que, mientras, en Sevilla, el Canal de los Presos —que riega la vega del Guadalquivir desde Peñaflor hasta Lebrija— fue excavado a mano por el trabajo esclavo de presos políticos hasta 1962, siguiendo la política de Redención de Penas por el Trabajo. Odioso eufemismo.

Edulcoramos la historia, amnistiamos a los verdugos y conservamos solo lo que es rentable políticamente.

Memoria como catapulta

Según Galeano, la memoria, más que anclaje, es catapulta. Nos apoyamos en nuestra experiencia para posicionarnos, para actuar, para evitar que vuelvan a repetirse errores del pasado.

Por eso, recordar es también un acto de rebeldía. En nuestro entorno se producen constantemente libros, documentales, denuncias y acciones que promueven participación y apoyo: mujeres de luto taconeando su rabia sobre la tumba de Queipo de Llano, la gente de la Casa Palacio del Pumarejo acometiendo las obras de rehabilitación sin esperar ayudas ni autorizaciones casposas, la Plataforma Salvemos la Fábrica de Vidrio La Trinidad ganándole terreno a la especulación, el Huerto del Rey Moro gestionando sin ánimo de lucro un preciado espacio patrimonial en el centro de Sevilla…

Que todo esto nos sirva para recordar, para recordar con furia, con rebeldía, resistiéndonos a que —con palabras de Saramago— «se privatice todo, que se privatice el mar y el cielo, que se privatice el agua y el aire, que se privatice la justicia y la ley, que se privatice la nube que pasa, que se privatice el sueño sobre todo si es diurno y con los ojos abiertos».

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