Hace tiempo que personas y organizaciones comprometidas contra la desigualdad llaman la atención sobre la criminalización de la pobreza. Advierten que determinadas fábricas de discurso político (que prefieren llamarse a sí mismas «laboratorios de ideas») vienen alentando sospechas sobre, o contra, la pobreza como situación y las personas pobres como grupo social.
Criminalizar a un grupo de personas supone señalarlo atribuyéndole comportamientos contrarios a las normas. Pretender que nos resulte lógico esperar de esas personas ese tipo de comportamientos. Y hacerlo con tal intensidad que el prejuicio condicione nuestras actitudes y conductas hacia ellas. La criminalización se manifiesta en el discurso y lo hace ya en lo cotidiano. Sin ir más lejos, en España, determinadas tribunas vierten a menudo este tipo de mensajes al espacio público. Basten dos ejemplos de entre los muchísimos que muestran el discurso de la criminalización. La vicepresidenta del Gobierno declaró tras un Consejo de Ministros que más de medio millón de personas recibían la prestación por desempleo a la vez que trabajaban en negro1 (aunque inmediatamente después se supiera que tal cosa y tales cifras no eran ciertas). Una parlamentaria autonómica acusó a familias valencianas sin recursos de comprarse televisiones de plasma con el dinero que recibían como ayudas sociales2… Lo dicho, estos son solo unos pocos ejemplos de los muchos mensajes que desde ciertas posiciones ideológicas se lanzan hacia la opinión pública, tratando de persuadirla. De eso se trata, de las ideas que vienen transformando desde hace décadas las políticas económicas y sociales en el ámbito europeo. Estos cambios de orientación en las políticas propias de los llamados «Estados del bienestar» han acabado agudizándose al confluir con los efectos que en el papel de lo público está teniendo la recesión económica de raíz y rostro financiero que persiste desde 2008. Y han acabado provocando el aumento de las desigualdades que muchos foros vienen poniendo de manifiesto como su principal consecuencia.
Igualdad de llegada, igualdad de partida
La cohesión social —el contrapeso a las desigualdades— ha dejado de plantearse como un objetivo político indiscutido. En este sentido, la protección frente a determinados riesgos que afectan a quienes llegan a la vida social y económica ya no es la razón de ser de muchas políticas públicas. Se ha dado paso a planteamientos que flexibilizan todo lo que es susceptible de entenderse como relación de mercado. Y se ha desplazado la lucha contra la desigualdad al terreno de las oportunidades, a las casillas de salida o a las estaciones de tránsito hacia esos espacios donde todo al llegar debe ser oferta y demanda flexibles. La posición social que cada persona alcanza se convierte en una cuestión de responsabilidad individual.
El sociólogo François Dubet lo ha expuesto brillantemente: en el campo de la llamada cuestión social (donde se define por qué existen y cómo deben combatirse las desigualdades), la igualdad de oportunidades ha desbancado a la igualdad de posiciones como fundamento de la acción política y estatal3. Y esto se ha venido haciendo en detrimento de las políticas que pretendían garantizar unos niveles básicos de igualdad en destino, en los puestos de llegada a la vida adulta (derechos laborales, seguridad frente al desempleo, la enfermedad o el fin de la vida activa remunerada, acceso a bienes y servicios con carácter público y por tanto no mercantilizado, etc.). La defensa de la igualdad de oportunidades ha traído, sin duda, muchos beneficios en términos de reconocimiento de derechos e identidades, discriminaciones positivas y lucha contra las inequidades estructurales ancladas en los pliegues y arrugas de nuestras sociedades. Pero ha tenido también efectos perversos. Sobre todo cuando se ha combinado con la reducción de las políticas de provisión de seguridades colectivas. Ahora, la posición a la que llega cada persona se interpreta como resultado del merecimiento individual. Y el no alcanzar determinados niveles de renta, propiedad o categoría significa no haber luchado suficientemente por ellos y, por tanto, merecerlos menos que quienes sí los tienen. El problema se agrava cuando quienes ocupan ciertas posiciones apoyan argumentos, no ya a favor de esa visión de la vida social como carrera que arranca supuestamente con oportunidades parecidas, sino que cuestionan que sea legítimo que existan premios de consolación a sufragar entre todos. Es a la postura por la desafección o desenganche fiscal a la que le resulta útil el discurso de la criminalización de la pobreza.
Culpar a quien no tiene
La existencia de determinadas coberturas sociales se entiende cada vez menos como la manera de ajustar el resultado de la competición por las posiciones (si la palabra ajustar se pudiera usar a la vez en sentido literal, para hablar de sintonizar las cosas de manera que se eviten discrepancias, y en sentido figurado, como hacer justo). Ya no es la manera de compensar a aquellas personas cuyos merecimientos no han resultado competitivos. Ha pasado a ser, para determinadas urdimbres discursivas, una cuestión de no merecimiento a secas. No prestan atención al hecho de que cada vez son menos los que detentan el podio y más los que no alcanzan posiciones mínimamente estables. Dan por sentado que es algo natural que esos que son más, muchos más, acepten y acaten las reglas y arbitrajes que permiten que sean los menos (y los mismos) los que acceden a los podios. Cada persona es responsable de su propia situación. Y, si esto es así, ¿por qué proteger a quienes no han merecido más en la carrera por la posición social y económica? ¿Por qué redistribuir lo que yo y mis iguales hemos logrado? Una manera de camuflar lo brusco que resulta desentenderse fiscalmente de los demás en estos términos es hacerlos pasar por culpables. No es que no tengan las capacidades requeridas, tampoco que no se hayan esforzado lo suficiente. Es que, moralmente hablando, son peores personas. Para que no merezcan la protección pública, nada mejor que convertirlas en culpables. ¿De qué? De defraudar, de cobrar ayudas indebidamente, de gastarse el dinero de las ayudas en tabletas de última generación, de colapsar los servicios que pagamos usted y yo… En esto consiste la criminalización de la pobreza. En cuestionar desde las posiciones privilegiadas la acción pública que busca limitar los efectos más duros del modo en que están tejidas las relaciones sociales y económicas propias (y plenamente aceptadas) de nuestras sociedades. Se trata de un discurso que alimenta la desafección fiscal y vuelve asociales a las políticas públicas. Que socava las bases morales de la redistribución y la protección. Que piensa que es natural que los más numerosos tengan menos. Y que quienes tienen menos algo habrán hecho, algo sospechoso. La cosa tiene delito.
1 El País, 11 de octubre de 2013: http://economia.elpais.com/economia/2013/10/11/actualidad/1381502054_976152.html
2 El Mundo, 27 de noviembre de 2012: http://www.elmundo.es/elmundo/2012/11/26/valencia/1353957854.html
3 Dubet, François (2012). Repensar la justicia social. Contra el mito de la igualdad de oportunidades. Buenos Aires, Siglo XXI.