nº64 | política andaluza

Ciudades para vivir, no para sobrevivir

¿Y si el Andalusian crush, aquel infame anuncio financiado con dinero público para la atracción de capitales turísticos, llevara en su eslogan mismo el germen y la conjura de otro tipo de ruptura contra la brujería capitalista que se cierne sobre Andalucía? En lugar de crush, un crack que suena a roto, a que algo no da más de sí. El anuncio representa la culminación del proyecto neoliberal tardocapitalista de la subjetividad servil andaluza. Nuestras presencias se aplanan y forman parte de un decorado como posibilidad: como hechizo romantizado al servicio del viajero moderno, a su vez trabajador de otro territorio que se resarce en este «otro», más empobrecido, para vivir la fantasía del dominio, del ser servido. Pero lo cierto es que a pesar de la voluntad del capital, nuestros cuerpos, nuestros territorios, al igual que gritan tantos otros territorios periféricos con los que desde las luchas nos solidarizamos —Canarias y Baleares, entre cada vez más— tienen un límite.

Hace un tiempo escribí para el segundo número del Volante un artículo que titulé «Realismo turístico». Adaptar el concepto realismo capitalista, acuñado por Mark Fisher en su ahora popularísimo Realismo capitalista, ¿no hay alternativa?, era una forma de contar la inquietud que a algunxs compañerxs nos sobrevolaba ante lo que era ya una evidencia para muchas: el monocultivo del modelo turístico se había instalado y normalizado totalmente como único motor de desarrollo en Andalucía y, por tanto, más nos valdría no tocarlo. Este discurso, de manera más o menos intensa o más o menos atmosférica, aparece como fantasma que, de forma repetitiva y lánguida, nos alerta de que no hay otro mundo posible. Que no hay alternativa. Porque si no vivimos del turismo ¿de qué íbamos a vivir?

«No vivimos del turismo, el turismo vive de nosotras»

A pesar de ello, esta frase ya caminó —aunque de manera mucho más minoritaria— en los piquetes de la huelga feminista del 8 de marzo 2022 en Málaga. Inspiradas por el título del fanzine de igual nombre —escrito por el colectivo Cactus de Sevilla y presentado en Suburbia—, paseamos la consigna por las calles del centro más turistificadas mientras cantábamos el menú del día: «interna, migrante sin seguridad social con aliño o sin aliñar, lágrima de camarera explotada a la reducción salarial, tortilla de desahucios con cebolla turistificada a la expulsión vecinal… ¿vámonos del centro no?; ¿total, pa qué?». Ni María, que sostenía en ese momento el megáfono, ni tantas otras compañeras que allí estábamos haciendo ruido aquel día de huelga, podíamos imaginarnos que por esa misma plaza, dos años más tarde, caminarían cerca de 25 000 personas haciendo suya una reivindicación que entonces comenzábamos a palpar y a intuir de forma situada: el capital patriarcal, colonial y rentista captura los flujos de vida, el cuidado, nuestra fuerza de trabajo, nuestras viviendas, los barrios que históricamente construimos, nuestros roces, nuestros afectos, nuestros entornos y ecologías para su explotación incontrolada. Por tanto el turismo masivo, la falta de vivienda y la tendente expulsión y conversión de las vecinas en mano de obra explotada eran varias de las caras de una crisis extractiva poliédrica y profunda.

El Sindicato de Inquilinas de Málaga comenzó en 2018 a sostener en la ciudad (Málaga es una de las ciudades del territorio español con mayor saturación de vivienda destinada a uso turístico) la lucha por el alquiler digno y la función social de la vivienda. En 2024 nos encontramos con que es prácticamente imposible acceder a un bien básico como la vivienda, estando el 50% del parque de alquiler destinado a uso vacacional, lo cual supone una contradicción: las viviendas deben servir para vivir y no para visitar.

La ciudad, en sí misma, se convierte desde su centro —y expandiéndose— en una fábrica de atracción turística, donde los trabajadores ya no tienen lugar, sino que son expulsadxs y desplazadxs, siendo bienvenidxs solo como fuerza de trabajo barata.

Por todo ello, la posibilidad de aunar malestares nació de la rabia de las de abajo. Una manifestación como la del 29J ya se palpaba en las asambleas, donde hubo multitud de voces que, ante la gravedad de una crisis que pone en cuestión el sostén básico de la propia vida, la vivienda, ya clamaban por tomar las calles.

Pero no podíamos pensar la turistificación y la precarización del trabajo y la vida desligadas de los circuitos capitalistas, coloniales y patriarcales que nos aíslan y someten. Imposible pensar en los centros urbanos masificados, homogeneizados bajo la premisa del beneficio extractivista y exclusivo de unos pocos, sin pensar en el desgaste de los recursos naturales y territorios tanto dentro como fuera de las ciudades. Por eso fue fundamental convocar un proceso amplio y transversal: la defensa de la vivienda debería ir de la mano de las luchas laborales, así como de la defensa de los ecosistemas.

«Sin agua no hay vida, ni limpieza ni comida»

Con esta sencilla frase, que sintetiza la importancia de los cuidados y de la reproducción social, Manuela Martín, vecina de Coín y activista por la defensa del acuífero de Matagallar (zona esencial que abastece de agua a varios pueblos de Málaga y hábitat de una rica biodiversidad, amenazada por la construcción de un megaproyecto de turismo acuático en un momento de sequía histórica), explicaba en la manifestación en defensa del acuífero por qué no tenía sentido aferrarse a la supuesta generación de empleo cuando lo que está en juego es la vida. Es la estrategia del capital para opacar las crisis ecológicas que genera su proyecto de degradación y extracción de los recursos del territorio. Pero la promesa y la garantía del trabajo, en territorios como los que habitamos, cada vez tienen menor recorrido: el trabajo ya no nos da para vivir ni para pagar el alquiler; tampoco nos importa el trabajo si en paralelo lo que nos mantiene con vida es destruido.

Por ello, si entendemos cómo funciona el capital en nuestros territorios, concluimos que las luchas laborales y las luchas por los territorios y ecologías —y, por tanto, por la vivienda— están destinadas a tejer alianzas.

Es indudable que algo tan potente como esta posibilidad, al tiempo que algo tan básico como que las ciudades (y los pueblos) son para vivir, ha resonado y crispado a diversos dispositivos de poder, desde el lobby hostelero, pasando por partidos políticos y hasta instancias de gobierno locales y estatales. Ante esto el gobierno neoliberal y vecináfobo de Málaga no se esconde, es más, argumenta que «si tienes una propiedad, nadie te expulsa de Málaga», que «irse a Álora o Puerto de la Torre no es un drama» o que el centro de la ciudad es para el mercado, en palabras de una teniente alcalde del Ayuntamiento de Málaga hace unas semanas.

Sin embargo, la potencia radica en que no estamos aquí para pedirles —ya hay planeamientos, leyes y ordenanzas que permiten regular la situación, pero no se ejecutan—, sino para amplificar las luchas, la capacidad de organización y articulación desde y con las de abajo. Sabemos que solo luchando podemos generar el contrapoder suficiente para disputar otros mundos aquí y ahora, en presente. Disputarlos y caminarlos, marcharlos, crearlos, invocarlos.

Se abre un ciclo en el que seguir organizándonos desde abajo y desde los márgenes. En el que seguir entrelazando las luchas que se conectan de forma situada en el territorio. Las que disputan las condiciones materiales de vida, sabiendo que la propiedad privada y el beneficio capitalista solo terminan significando la muerte y todas sus adyacencias destructivas que odian cada brote de vida digna. Este es el hilo que nos conecta con la historia y con las que lucharon antes que nosotras. Como rumores espectrales nos acompañan de uno y otro lado. Porque sus luchas no terminaron con sus muertes, porque nuestro pulso late con el de sus historias.

¿Cómo pensar qué mundo queremos? Queremos poder imaginarlo. No solo queremos vivienda y pan. Queremos descansar con lxs nuestrxs y reír en los patios de las noches calurosas de todos los veranos que nos robaron. Queremos estar tranquilxs, queremos estar solas y con las demás, en comunidades diversas, delirantes, inimaginablemente sedientas de vida. Queremos no tener que volver a vender nuestro trabajo por limosna. Queremos volver a escuchar cantos y pasos no humanos, que el verde brote y trepe por el suelo de la ciudad y que vuelva a discurrir el agua. Queremos desterrar el odio, pensar y construir juntas un arte de vivir. Cientos de ellos.

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