Tres comienzos diferentes había redactado para este texto, pero una llamada a mi madre para preocuparme por cómo había pasado la noche después de una operación las ha echado por tierra.
Me relataba su mañana y, de forma orgánica, ha incluido en la narración una andalucísima sinécdoque: mi madrina le había tendido la lavadora. Un hecho aparentemente insignificante al que ni la una ni la otra dan la más mínima importancia. Y yo, que minutos antes dudaba sobre la forma adecuada para arrancar esto, me encuentro pensando (con desasosiego) en qué amiga podría venir a tenderme los trapos en caso de necesitarlo. Mi madrina no es su amiga, nunca la ha definido como tal: es su comadre, su vecina. Llega a su casa sosegadamente y, al momento, tiene una colada al sol.
No estoy sola, aclaro, y de momento puedo tender mi propia ropa. Pero estoy desarrollando una intolerancia orgánica a esto de la familia elegida. En nuestro deseo de nombrar aceleramos formas de estar y construir relaciones que necesitan de su propio tempo para enraizarse. Y me temo que si no estamos dispuestas a tirar del freno de mano y hacer lo posible por generar otros espacios, con otras formas de estar en el mundo, la teoría se nos puede quedar atravesada en la garganta. A veces las palabras llegan antes que la praxis.
Hemos aprendido a identificar lo que conlleva la centralidad de la pareja en nuestras vidas y, con ella, la forma en que se perpetúan los marcos de pensamiento del amor romántico. También cómo la familia nuclear se aleja de lo deseable y lo conveniente. No es pequeño el aprendizaje y si lo hemos hecho ha sido gracias al mismo feminismo que nos empuja a pensar otra forma de relacionarnos con el mundo y entre nosotras, a enseñarnos que somos dependientes y vulnerables. Quizá debemos relajarnos en la construcción de la amistad naíf porque en nuestras ganas y nuestras prisas estamos trasladando todo el ideal romántico a la proyección de una amistad ideal, intachable, perfecta.
Cualquier periplo vital que se precie ha pasado por rupturas amistosas, recomposiciones, enamoramientos, reconstrucciones, malestares, despedidas o reencuentros. Tenemos una edad y también heridas. Quizá cuando hemos acudido a una amiga, simplemente, no estaba. Nosotras también hemos podido no estar. Y hemos echado mano de otros vínculos cercanos que eran pieza imprescindible de nuestra cotidianidad, relaciones excluidas de nuestra idea icónica de amistad, pero que formaban parte de una red que en un momento preciso, nos salvó.
La construcción de comunidad debe pasar por las redes de apoyo mutuo, independientemente de los lazos de amistad que puedan existir. Es la acción sistólica y diastólica de cualquier sistema deseable y vivible: compartir sin proyecciones ni más expectativa que la de seguir perpetuando la solidaridad y el apoyo entre nosotras, seamos o no amigas. Quizá, al final, todo consiste en tener cerca a quien quiera ayudarte a tender cuando lo necesites.