La Villana de Vallekas comenzó como un centro social okupado, AUNQUE hoy su horizonte es el de comprar un local gracias a dos empresas políticas. El objetivo: tener un espacio propio que resista la gentrificación y ser capaz de crear una red de producción autónoma.
La Villana de Vallekas es un centro social localizado en el madrileño distrito de Puente de Vallekas, un barrio periférico de la ciudad con importantes problemáticas sociales y económicas. Un barrio, también, con una fuerte tradición de lucha obrera y vecinal contra la represión, un barrio con una tradición de lucha por la adquisición de nuevas mejoras en las vidas de todas las vecinas. Nuestras maneras de hacer combinan el apoyo mutuo, la acción directa, la autodefensa legal y la construcción de recursos colectivos. Como otros centros sociales, peleamos por una mejora universal de los derechos y tratamos de mejorar la vida cotidiana de las que luchan. Pensamos que la utopía la generamos día a día y no la encerramos en un mañana lejano escondida detrás de una grandiosa revolución. Nuestra forma de organización es, por supuesto, asamblearia. Para nosotras, la asamblea es un lugar de representación, de organización, de decisión, de respeto al trabajo colectivo, a lo horizontal y cooperativo.
Entre unas cosas y otras, con unos nombres u otros, en un sitio o en otro, La Villana de Vallekas lleva más de veinte años funcionando como dispositivo de lucha. Hoy en día, dentro de La Villana, se puede encontrar un abanico amplio y diverso de colectivos en lucha vinculados con distintos ámbitos de la vida: la educación popular, vivienda, ecologismo social, el derecho a la alimentación, la comunicación comunitaria e independiente, la diversidad de género y de orientación sexual, feminismo, el deporte como espacio de transformación social y otros grupos de actividades culturales o de autocuidado.
Sin embargo, no siempre hemos sido las mismas. Durante todos estos años, el contexto ha cambiado profundamente y nuestros axiomas también lo han hecho para adaptarse mejor a la realidad política concreta que vivíamos en cada momento. Como resume bien una compañera en un artículo para la Fundación de los Comunes (La Villana, un centro social en cuatro hipótesis). En un primer momento, por ejemplo, nuestra principal influencia fue el zapatismo y su grito de «piensa global, actúa local», que nos permitió entroncar con la tradición autónoma de los centros sociales y comprender que vivíamos lo que por entonces se llamó la IV Guerra Mundial (la del neoliberalismo contra la vida). Fueron años de cuestionamiento hacia la figura del vecino, de comprender la ciudad como el nuevo marco de lucha contra el capital y sus secuaces y de empezar a poner la condición de precariedad de nuestros cuerpos en el centro. Aquellos años derivaron, y en consonancia con lo que ocurría en el resto del Estado español, en un segundo momento para nosotras: la creación de las oficinas de derechos sociales (ODSs); la primera, de hecho, se creó en Sevilla en 2004. Este cambio nos hizo crear nuevos dispositivos que nos permitieron crear alianzas con las personas racializadas del barrio, como las clases de castellano. Fueron años de supuesta bonanza económica para el Estado, donde el sujeto político era la persona racializada que sostenía sobre sus hombros y su precariedad los años de la burbuja. Fueron años de redes de solidaridad, acompañamiento frente a las redadas, protestas frente a los CIEs… Pero entonces llegó el 15M. Como a muchas, esto nos afectó en muchos sentidos. Y quizá, el más importante fue que parte de nosotras se integró en la Comisión de Vivienda de 15M-Puente de Vallekas, lo que posteriormente fue la PAH-Vallekas. Durante esos años, el sujeto político, con el vendaval de la crisis y los recortes, fue la persona desahuciada, y la lucha por la vivienda se convirtió en el principal motor de nuestra lucha. Fue también nuestro paso de las oficinas de derechos sociales al sindicalismo social. Como dice Bea en el artículo para la Fundación de los Comunes: «La PAH ha demostrado ser el mejor dispositivo de sindicalismo social hasta el momento: se basa en el apoyo mutuo, incluye una acción directa ganadora (stop-desahucios), genera derechos en la práctica (consigue viviendas y elimina deudas) y genera derechos cambiando leyes (directamente con las ILP y como efecto en otros estamentos)». En fin, como veis, un recorrido largo en el que hemos pasado de centro social okupado a un lugar en alquiler pasando por un espacio cedido por el Ayuntamiento. Un recorrido en el que hemos aprendido, otra vez con Bea, que nuestra forma de hacer política es en primera persona y a partir de las necesidades, sin exigencias ideológicas; basándonos en el apoyo mutuo y con mucho enfásis en los procesos; centrándonos en los campos de mayor impacto sistémico, pero que permitan victorias en lo concreto, con prácticas reflexivas y horizontales.
Y ahora, ¿dónde estamos? Pues en otro cambio de etapa, que se produce por el entrecruzamiento de dos líneas que nos atraviesan fuertemente, una material y otra más reflexiva sobre nuestra práctica. La material es muy clara: nuestro casero nos quiere echar para poder «pegar un pelotazo» y poner su granito de arena a la depredadora gentrificación que está asolando nuestro barrio. Estamos, pues, en un proceso de mudanza.
Tomar la decisión de adónde mudarnos ha sido un proceso largo (más tres años) y complejo, porque el espacio no es un mero continente, sino que determina las líneas más importantes de un proyecto político. Pensar qué espacios construimos determina las posibilidades concretas de qué espacios políticos somos y en qué nos convertimos. Históricamente, La Villana ha pasado por muchas fases en lo que al espacio se refiere. De okupar al otro lado del Puente de Vallekas pasamos a que el Ayuntamiento nos cediera ese local. Pero, claro, las instituciones son como son (por eso no creemos en ellas) y pronto nos dimos cuenta de que la cesión también generaba control sobre nuestras prácticas políticas, así que decidimos cambiarnos de espacio. Dudamos si volver a okupar o no, pero (también después de mucho debate) decidimos apostar por un proceso que tuviera el máximo recorrido posible en el tiempo y concluimos por aquel entonces que la okupación podía no ser el medio indicado para tal fin. Por eso, alquilamos el sitio en el que estamos ahora, en la calle Montseny 35.
El caso es que la decisión de nuestros caseros nos ha puesto otra vez en el mismo debate que tuvimos hace más de diez años. Algunas compañeras volvían a señalar que okupar era lo más interesante en este momento. Sus argumentos eran que okupar es una acción política que te radicaliza y que politiza todas tus acciones. Según ellas, y por supuesto que no les falta razón, el proceso de alquilar hace más fácil la despolitización del espacio o la desradicalización del mismo. Okupar, en cambio, es una confrontación tan directa que impide esa deriva burguesa. También es ventajoso, decían, en el tema del dinero, podríamos dedicar a otros fines políticos todo el dinero que generamos a través de las socias para pagar el alquiler. Sin embargo, nos pesaba mucho la poca duración que podía tener la okupación; especialmente, en un contexto de guerra contra los centros sociales por parte del Ayuntamiento de Madrid. Las últimas experiencias de La Ingobernable, con okupaciones de apenas unas horas, están todavía muy presentes en nuestros cuerpos y nos han hecho dudar mucho de si queríamos ponerlos en una semilla que quizá no podía germinar. Esto ha pesado mucho en nuestra decisión.
Al final, después de mucho debate, hemos decidido embarcarnos en la compra de un local. Para entender esta decisión hace falta atender a la otra línea que nos atravesaba, no la material y el sueño inmobiliario de nuestros caseros, sino una línea de reflexión interna que venimos arrastrando desde hace también algunos años. Y es que desde hace algún tiempo venimos pensando en qué tipo de centro social queremos ser o cómo nos queremos constituir. Un tiempo en el que empezamos a hablar de «sindicato de barrio» o «sindicato de la vida» como un espacio de sindicalismo social que luche y pueda dar soporte en todos los ámbitos de la existencia (vivienda, salud, educativo, laboral, alimentación) a escala de barrio, capaces de agregar y movilizar personas y necesidades para alcanzar mayores niveles de autoorganización. Durante este proceso de imaginación política, el tema de la estructura (no tanto organizativa, sino material) ha sido un tema recurrente: ¿cómo sostener este sindicato de la vida? En este sentido, cada vez eran (y son) más recurrentes los debates en torno a nuestra relación con el dinero. Un compañero lo resumía en El Salto (Del egoísmo voluntario a la «obligación» de solidaridad: el tabú del dinero en los movimientos sociales):
Resulta paradójico que, por un lado, a una institución tan poco democrática como es el Estado le otorguemos tanta legitimidad para «meternos la mano en el bolsillo» —en la conocida metáfora anarcoliberal— mientras que a los propios colectivos que hemos construido con nuestras propias manos no les consentiríamos que nos «obliguen» económicamente a casi nada. Igualmente, es llamativo que exijamos con tanta pasión una mayor progresividad fiscal al Estado, pero en nuestras propias asociaciones rara vez proponemos —y mucho menos «exigimos»— una progresividad en las contribuciones ligada a renta, clase o potenciales herencias que, en general, suponen cantidades muy pequeñas al menos en comparación con la proporción de impuestos que con toda naturalidad asumimos que debemos pagar.
Son debates, en fin, donde hemos empezado a cuestionar las cuotas voluntarias, el 1% del salario, la implicación entendida como hobby o doy «mi tiempo libre»; los que somos conscientes de que para escalar nuestras luchas necesitamos estructuras materiales más sólidas, y eso no se va a construir solo. Por todos estos motivos, hemos decidido comprar: para generar un espacio duradero en el tiempo y para tener una estructura más sólida. Para ello, el próximo local albergará dos empresas políticas (con máximos salariales y cuya riqueza se gestionará colectivamente) y así poder dotarnos de mayor envergadura material. Estas dos empresas son, por un lado, la cooperativa Veguiterráneo, que apuesta por un modelo económico y social basado en el respeto a los derechos humanos, a los derechos de los animales y al medio ambiente, a través de un consumo local y responsable; con productos ecológicos y de comercio justo. La otra es la librería Mala Letra, que nace como una extensión de la Escuela de Periferias, como una pata más dentro de todo un proyecto político cuyo objetivo es la puesta en común del conocimiento colectivo que emerge de nuestras luchas y maneras de hacer.
Por eso la compra. Necesitamos salir de nuestra precariedad militante y generar proyectos productivos, redes de producción autónomas y propias que sirvan de autoempleo para nuestras propias compañeras. Queremos ser capaces de generar dinero que pueda ser puesto al servicio de nuestros fines políticos, porque somos conscientes de que la precariedad nos ata. Llega un momento en el que, si queremos poner el cuerpo, el Estado responde a través de la represión o la precariedad. Disponer de empresas políticas que generen dinero al servicio del bien común nos permite, por ejemplo, pagar multas al instante sin que suponga tanto miedo para nosotras. Podemos, en definitiva, reforzar nuestras estructuras buscando un salto cualitativo y espacial, teniendo un espacio independiente de los vaivenes de la gentrificación. Queremos plantar una semilla para contar con un bastión de resistencia a largo plazo. Queremos, en fin, generar nuestros propios comunes.
Puedes asociarte a La Villana y apoyar su proyecto en su página web lavillana.org