La democracia, como casi todas las cosas hermosas, no es una realidad, sino una aspiración. Los sistemas políticos existentes arrastran todos tantos errores y contradicciones que ninguno puede calificarse de absolutamente democrático. En todo caso, el objetivo es la libertad entendida como posibilidad de toda persona de realizarse y autodeterminarse como tal, tanto de manera individual como participando en la gestión colectiva de la sociedad.
El sistema político español tiene un origen complejo. Es un sistema lastrado por concesiones destinadas a asegurar que los grupos sociales que controlaban el país no perdieran por completo ese control, pero lo suficientemente democrático como para ofrecer en aquel momento un horizonte ilusionante de libertad. Esa tensión se ha puesto de manifiesto cada vez que se han querido aprobar avances sociales, pero más aún en las cuestiones identitarias.
El mayor desafío a esos poderes tradicionales ha sido el movimiento social y político catalán conocido como el procés, a partir de la decisión del Tribunal Constitucional de quitarle todo el valor al Estatuto de Autonomía aprobado por el Parlamento y el pueblo catalán en 2007. Alcanza su apogeo en la consulta popular del 1 de octubre de 2017. Frente a ello, en vez de buscar soluciones políticas, el Gobierno (del Partido Popular) prefirió acudir a los tribunales para que simplemente declararan ilegal y prohibieran cualquier iniciativa soberanista. Tras el 1 de octubre y la posterior y breve declaración fantasma de independencia, además de quitarle temporalmente las competencias a Cataluña, se asignó a los jueces la tarea de castigar de manera ejemplar a los cabecillas políticos y sociales.
Los jueces y juezas de nuestros más altos tribunales no le hicieron ascos a la tarea. El problema era que las leyes no permitían castigar a nadie con la dureza deseada. Así que hubo que saltárselas o reinterpretarlas. Se encarceló a los líderes elegidos en espera de juicio, a pesar de que no se daban los supuestos previstos en la ley para ello. Puestos luego en libertad, cuando uno de ellos iba a ser nombrado presidente de la Generalitat, en mitad de la votación de investidura se los envió de nuevo a prisión. Las numerosas irregularidades culminaron en un procedimiento judicial peculiar cuyo único objetivo era condenarlos a duras penas de prisión. Como la acusación principal, desobediencia, no implicaba privación de libertad, hubo que ser creativo: fueron condenados por malversación de fondos públicos por haber publicitado el referéndum, a pesar de que nunca se pudo establecer el coste de lo supuestamente gastado ni quien lo habría autorizado. A eso se le sumó el delito de sedición, reinterpretado para la ocasión por el Tribunal Supremo de tal manera castigara cualquier acto de desobediencia civil pacífica coordinado. Así se los condenó hasta a once años de prisión.
Este activismo judicial supone todo un desafío a la democracia. Al subvertir el principio básico y constitucional de que la judicatura está sometida a la ley, se coloca la voluntad de unos altos funcionarios que estudiaron para sacarse una oposición por encima de la voluntad mayoritaria del pueblo. Ahí radica la esencia del problema democrático de la amnistía.
El Parlamento en el que radica la soberanía popular intentó recuperar su supremacía. Aprobó una reforma del código penal por la que desaparecía definitivamente el delito de sedición (para evitar que los jueces lo usaran para perseguir la desobediencia civil) y reformó la malversación de modo que solo se pudiera castigar con prisión a los cargos que usen fondos públicos para enriquecerse ellos o a terceras personas. Sin embargo,
el Tribunal Supremo reinterpretó la reforma decidiendo que siempre que un político gasta mal dinero público saca un lucro ideal para sus siglas, de modo que se sigue castigando con duras penas de cárcel.
Frente a ello, la amnistía es una institución excepcional y extraordinaria pero necesaria en todos los sistemas. No significa renegar del Estado de derecho sino de flexibilizarlo puntualmente para solucionar un conflicto. Se usa en los procesos de cambio social para evitar la aplicación de unas normas que se han demostrado injustas, pero también para pacificar conflictos sociales y corregir excesos judiciales. En nuestra Constitución, los redactores de la ponencia decidieron expresamente no constitucionalizar el régimen de la amnistía para dejar los detalles al legislador ordinario. Sin embargo, las mismas personas que elaboraron la Constitución aprobaron simultáneamente la ley de amnistía de 1977. Posteriormente el Tribunal Constitucional ratificó que era constitucional y muchos jueces han recurrido a ella para negarse a juzgar a los policías y jerarcas franquistas por las torturas cometidas en ese período. Así que hasta ahora nadie había dudado de que la amnistía es una institución perfectamente constitucional.
Cuando se ha acudido a ella en beneficio de los independentistas y para restaurar el poder de la ley han surgido por primera vez voces negando su constitucionalidad. Carecen de fundamento: la amnistía no afecta a los poderes judiciales ni a la igualdad más de lo que lo hacen los indultos, concedidos por millares por los sucesivos gobiernos españoles, a menudo en beneficio de élites corruptas. La única exigencia constitucional de la amnistía es que se justifique su necesidad en un objetivo —como el de restaurar la convivencia en Cataluña— para que no se use de manera arbitraria. Puede no gustar políticamente, pero jurídicamente es indiscutible.
En definitiva, la democracia exige que el pueblo dirija las políticas públicas eligiendo a un parlamento que a su vez aprueba las leyes. El poder judicial tiene la tarea de hacer que esas leyes se apliquen a todos por igual para desarrollar de ese modo la voluntad popular. Cuando ante un conflicto social la magistratura actúa políticamente, se salta las leyes e impone su criterio político la esencia misma de la democracia exige medidas como la amnistía. Y eso es exactamente lo que ha sucedido aquí.