A comienzos de este año, el Ministerio de Sanidad modificó la Ley de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, de 2010, y lo hizo sin incluir las palabras violencia obstétrica en ninguna de sus páginas. La presión de los colegios de médicos fue tan fuerte que la reforma de la ley del aborto no reconoce esta forma de violencia explícitamente.
Ya en julio de 2021, el Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos (CGCOM) lanzaba un comunicado donde rechazaban el término: «no se ajusta a la realidad de la asistencia al embarazo, parto y posparto en nuestro país y criminaliza las actuaciones de profesionales que trabajan bajo los principios del rigor científico y la ética médica. La corporación médica garantiza la inexistencia de actos violentos en la atención a las pacientes y recuerdan el compromiso de los especialistas en Ginecología y Obstetricia de velar, en todo momento, por el bienestar de las mujeres, su salud y la de sus hijos y por la mejora de la práctica clínica basada en la evidencia». Continuaba el CGCOM hablando de la ofensa para el colectivo del uso del término violencia, pues «los procedimientos obstétricos que puedan considerarse excesivos e inapropiados serían, en todo caso, acciones basadas en el principio de beneficencia, que buscarían lo mejor para la mujer». Y concluían este glorioso comunicado hablando de prudencia y de no crear alarmas sociales para «no deteriorar la necesaria confianza entre el médico y su paciente».
Habría que recordar varias cuestiones al Consejo: en primer lugar, el concepto no se limita a mujeres embarazadas, partos y pospartos; cuántas de nosotras hemos vivido experiencias que tienen que ver con violencia, machismo e infantilización, en citologías rutinarias, por ejemplo. En segundo lugar, habría que erradicar esta creencia establecida, comenzando por nuestrxs profesionales de la salud, de que una mujer embarazada es una paciente, una enferma, y comprender que un embarazo es un proceso fisiológico, no patológico, aunque la sensación es como si solo algunos partos fueran bien, cuando la mayoría son fisiológicos y solo unos pocos se complican y es necesario intervenir. Este tema es radicalmente importante en tanto que la hipermedicalización del parto ha introducido muchas prácticas que nunca estuvieron avaladas por la ciencia, pero que se han normalizado y siguen presentes. De sobra es sabido que la mayoría de las mujeres parimos hoy en posición de litotomía, tumbadas, porque favorece el acceso de los médicos al cuerpo de la mujer aun cuando se sabe que las posturas verticales, arrodilladas o en cuclillas, son mucho mejores para el trabajo de parto.
Es muy recomendable, para profundizar en este tema, al margen de estas líneas, leer o escuchar a Ibone Olza, a Ascensión Gómez (@matrofisio), a Naza Olivera (@comadronaenlaola), Laia Casadevall (@laiacasadevall_matrona), El parto es nuestro, el podcast La vida secreta de las madres con Andrea Ros, actriz y divulgadora perinatal, y Paola Roig, psicóloga perinatal. Ellas, por destacar solo algunas de las muchas profesionales, matronas, doulas, fisios o psicólogas que visibilizan este y otros temazos: feminismo y maternidad, salud mental, sexualidad y un largo etcétera. Como bien recuerda Andrea (@madremente), «la violencia no es solo la que ejerce individualmente un profesional desactualizado, sino también la que ejerce un sistema cuando no se renueva, no escucha las demandas de las madres y no incluye la perspectiva de género en su engranaje».
Decíamos antes que esta forma de violencia no es exclusiva de las salas de parto, y que las consultas de ginecología y plantas de hospitales son también testigo de ella. Estos días hacía una lista de experiencias vividas u oídas en torno a la violencia obstétrica con ayuda de amigas. Enumero solo algunas de las barbaridades que han salido: quejarnos por dolor en una conización sin anestesia y decir el señoro médico que no te puede doler porque el cuello del útero no tiene sensibilidad (hastaluego); hacer episiotomías por rutina; impedir el piel con piel; privarnos del derecho a la intimidad; el sobreintervencionismo, bajas de 16 semanas (si no lo meto, reviento); ginecólogxs molestxs porque estás muy tensa y no separas las rodillas cuando te están metiendo un espéculo; tactos vaginales innecesarios; no presentarse antes de entrar en la habitación donde estás y tocarte; personal en formación entrando y saliendo (todxs hemos hecho prácticas, hemos estado en la situación de aprender, pero hay contextos que requieren una especial sensibilidad); patologizar cuestiones normales como ganar peso en un embarazo (hablar de dietas a mujeres embarazadas sanas, comentarios sobre su peso, la recuperación después); mirar el monitor de la eco diciendo datos en un lenguaje críptico sin pararse a decirte que todo está bien; programar cesáreas por norma; no ofrecer alternativas para el dolor (calor, movimiento, ducha, pelota, epidural…); inexistencia de fisioterapia de suelo pélvico en la seguridad social cuando la mayoría de las mujeres que hemos parido nos meamos al estornudar o saltar; poner una vía sin ninguna complicación por protocolo; inducir partos sin respetar tiempos de dilatación; personal sanitario ofendido por las exigencias planteadas en un plan de parto; comentarios ofensivos y juicios sobre nuestra sexualidad mientras te haces las pruebas de ETS; pinzar el cordón antes de tiempo; decirle a una mujer embarazada o recién parida que no se puede bañar en el mar; la escasez de matronas en el Estado español; decirle a una mujer que no podrá dar de mamar porque tiene los pezones grandes, chicos o para dentro; decirle a una mujer que si su bebé llora le meta fórmula porque está pasando hambre… obviamente, existen casos que requieren la intervención, pero las cifras que manejamos, los porcentajes de nuestros hospitales, las experiencias que muchas tenemos, nos dicen que esto es terroríficamente cotidiano y toca ponerlo en un lugar destacado de la agenda feminista, comadres.